Que el presidente José Montilla, en noviembre de 2007, fuera a Madrid con la cantinela de una peligrosa y creciente desafección catalana hacia España, se entiende. En cambio, no se comprende que ahora sea Duran Lleida quien, con grandes aspavientos, prevenga a las Cortes españolas de un posible choque de trenes entre Cataluña y España, y aún menos que el presidente Mas retome aquella vieja alerta sobre el peligro de una creciente falta de estima de los catalanes por la nación española, como si CiU la tuviera que salvar.
Cuando Montilla hizo la excursión a la capital del Estado para avisar de lo que pasaba en Cataluña, había sobre la mesa una posible sentencia del Tribunal Constitucional que amenazaba el nuevo Estatuto. Montilla pedía algún gesto al gobierno de Madrid y a las instituciones afines no sólo para salvar la propia piel, sino para hacer creíble la apuesta unionista del PSC: la posibilidad de una Cataluña plena y confortablemente española. El gesto del gobierno amigo nunca llegó y la sentencia que confirmaba el propósito de una «castración química» tal y como se reclamaba al Estado de un Estatuto previamente cepillado, se hizo realidad a los tres años de angustia expectante. He aquí una de las causas del descrédito del PSC y su hundimiento electoral.
Desde entonces, el clamor por la independencia, hay que reconocerlo con humildad, se ha extendido al margen de la propaganda de los mismos independentistas. Aznar había exasperado al país, pero el empujón decisivo ha ido llegando gracias al descaro de los mensajes de los dos partidos mayoritarios y nacionales españoles y de su claque institucional y mediática. La reforma constitucional de la semana pasada no es ningún hecho sorprendente, ningún giro copernicano, por mucho que Duran sobreactúe en vísperas electorales. Y el ultimátum que nos ha puesto el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña para que liquidemos la inmersión lingüística es consecuencia directa de la sentencia del Constitucional. Nada nuevo bajo el sol. La Constitución nunca ha sido una puerta democráticamente abierta a las aspiraciones actuales o futuras de los catalanes, sino una ratonera. España, para nuestras aspiraciones sociales y políticas, es una vía muerta.
Por eso, que ahora se vuelva a hablar de un choque de trenes por -sólo por el hecho grave desde el punto de vista unionista- de que CiU haya sido excluida del pacto entre los dos partidos mayoritarios y nacionales españoles a la hora de hacer una modificación de la Constitución, suena como un viaje al pasado. ¿Qué lealtad todavía tenemos que demostrar a una Constitución en cuyo nombre se niegan nuestros derechos nacionales y las posibilidades de emancipación y progreso económico? No me puedo creer que Duran Lleida se acabe de enterar ahora de cuál es el proyecto político estratégico de fondo de PP y PSOE, maniobras de distracción a parte, y llore por un consenso perdido que ya había certificado la LOAPA.
Cuando Montilla alertó de la desafección catalana hacia España, escribí que su análisis era completamente equivocado: lo que en los últimos años se ha hecho diáfano es la desafección española hacia los catalanes y nuestra vocación nacional. En ‘Ens fan fora’ (‘Nos echan’) (Avui, 21/11/2007) acababa: «No nos quieren [en España]. Muchos catalanes acabarán independentistas a la fuerza». Cuatro años después, se me hace incomprensible que CiU cometa el mismo error. ¿En qué quedamos?: ¿Se quiere salvar a España al precio de ser residuales, o nos dedicamos a acumular fuerzas para decidir lo antes posible -«tenemos prisa», decía Heribert Barrera- nuestro futuro? ¿Hay que poner en guardia al colonizador? ¿Nuestra dignidad nacional pasa por seguir implorando que nos dejen ser españoles de pleno derecho? ¿No estáis hartos? ¿A qué dueño, a qué nación servimos?