La aprobación el 23 de enero por el Parlament de Catalunya de una declaración posterior de soberanía y su suspensión cautelar por parte del Constitucional aceptando a trámite el recurso del Gobierno central ha servido para reavivar la amenaza de un posible “choque de trenes”. Las metáforas, sean marítimas o ferroviarias, no son simples eufemismos para evitar llamar a las cosas por su nombre, sino que sirven para sesgar la realidad a favor de quien las utiliza. Así, la analogía del choque de trenes no es una mera descripción de la realidad sino que lleva implícita la imagen de un montón de chatarra y víctimas, por cierto, de los dos convoyes.
Lo interesante de la metáfora del choque de trenes, sin embargo, es que sitúa a Catalunya y España circulando por la misma vía, sí, pero desde estaciones de partida distintas y en direcciones opuestas. Quiero decir que, a pesar de querer advertir del peligro de las reivindicaciones soberanistas catalanas, implícitamente establece que Catalunya y España son dos realidades distintas, con capacidad de circulación autónoma y para decidir su propia dirección. Es, pues, una metáfora fallida. La decisión del TC, al contrario, lo que hace es partir de la idea de que aquí sólo hay un tren que valga, que es España. Y que Catalunya es un simple vagón que debe ir a remolque. Que una metáfora es mala se demuestra cuando, como aquí, es fácil darle la vuelta como un calcetín.
Desde mi punto de vista, lo que se está produciendo es otra cosa. Estamos asistiendo a un choque, sí, pero de legitimidades, que, a diferencia del de trenes, se podría resolver con diálogo y democráticamente. Es decir, sin víctimas ni chatarra. Por una parte, está la legitimidad que emana de la Constitución española. No entraré en valoraciones sobre las condiciones en las que se desarrolló el proceso constituyente. Pero es una evidencia que se pudo aprobar dejando fuera del texto algunas cuestiones fundamentales, como la de precisar aquello que el Título VIII acabó calificando de “nacionalidades”. Y por no saber, no pudo nombrar cuáles eran aquellas otras lenguas que debían ser protegidas (Artículo 3), y es de ese modo que han podido llegar a descubrir las nuevas lapao y lapapyd. El compromiso implícito inicial que durante muchos años reclamó Jordi Pujol, el “espíritu de la Constitución”, suponía que dentro de un modelo democrático, y siempre por procedimientos pacíficos, Catalunya podría llegar a ser aquello que quisiera. No era cierto: en la Constitución sólo cabía letra y no alma.
Por otra parte, está la legitimidad de una voluntad popular que reclama poder expresarse democráticamente para decidir su futuro y, si es el caso, revisar su vinculación con el Estado español. Se trata de una reclamación de legitimidad estrictamente democrática, pero en estado naciente. Se podría apelar, también, a razones histórico-jurídicas para reclamar una soberanía perdida hace casi 300 años por la fuerza de las armas. Pero eso no significaría nada sin la voluntad mayoritaria actual de recobrarla y ejercerla. De modo que, si se me permite el término –sin ninguna pretensión jurídica–, se podría decir que ese Estado propio que algunos catalanes reclaman es, hoy por hoy, un nasciturus. Es decir, una realidad ya concebida, aún sin personalidad física ni jurídica internacionalmente reconocida, pero a la que se podrían atribuir algunos derechos. ¿Pongamos que el derecho a decidir?
Confieso que me incomodan las medias tintas de los que dicen que si bien reconocen la capacidad de Catalunya para decidir su futuro, la supeditan al hecho de que lo haga con el permiso de una legitimidad que, por definición –artículos 1 y 2 de la Constitución–, lo impide. El PSC dice que se podría cambiar la Constitución española, pero es obvio que si fuera para cambiar el Título 1 completo, aparte de la imposibilidad de obtener los votos necesarios, lo que estaría reclamando es otra constitución para otro Estado completamente diferente. El nivel de confusión de esta argumentación de los socialistas catalanes, a mi modesto entender, sólo puede explicarse por la necesidad de hacer cuadrar el círculo de las contradicciones del partido. Ya verán como el día que el PSC se aclare como organización, abandona automáticamente propuestas políticamente –y jurídicamente– tan delirantes.
El conflicto de legitimidades planteado, pues, no tiene una solución jurídica automática. No se resuelve aplicando la ley de una de las partes, unilateralmente, y negando la existencia de la otra. En Catalunya, diga lo que quiera el Gobierno español, el TC y la propia Constitución, el embrión de un nuevo Estado ya está concebido. Para ser más precisos, se trata del despertar de una dormición embrionaria que, finalmente, ha despertado en su proceso de crecimiento. De hecho, España siempre ha sabido que el embrión estaba ahí, y en otros momentos ya se había dado por descontado que Catalunya haría su propio camino. La cita clásica, que por conocida les ahorro, es la de don Miguel de Unamuno. Cuarenta años de dictadura lo retrasaron todo. De ahí, también, la tradicional desconfianza de España hacia Catalunya, que quizás explica por qué no han sabido aprovechar las oportunidades de estos últimos treinta años para encontrar una relación respetuosa satisfactoria, de igual a igual.
No habrá choque de trenes, pero ya lo hay de legitimidades. Y ya va siendo hora de aceptar la realidad y hacerse cargo de ello. Si yo fuera España, facilitaría el referéndum, aceptaría una hipotética independencia y, desde ahora mismo, haría propuestas positivas para rehacer, a partir del día siguiente, todos los puentes de colaboración anteriores y otros nuevos. ¿Qué problema ven en ello?