Ahora que se acaba, hay que aceptar que este es un muy mal año para hacer balances. Y, claro, para hacer previsiones de futuro. Y son particularmente malos tiempos para señalar a los culpables del descalabro o para ensalzar a sus salvadores. Este es un año de fotos movidas, de circunstancias insólitas -esperemos que irrepetibles en mucho tiempo-, de datos estadísticos confusos, de soluciones improvisadas, de solidaridades forzadas, de males que no sabemos cuánto tardarán en curarse y de esperanzas cogidas con pinzas.
Por todas estas razones, habría que ser muy osado -por no decir incluso insensato- si se quisieran determinar las causas y atribuir responsabilidades a una de las peores realidades que la mayoría de nosotros habrá conocido en toda la vida. Y sería precipitarse querer condenar a los supuestos cómplices necesarios de este frenazo global de la actividad ordinaria. Por no poder, y en un clima tan marcado por las emociones fuertes, tampoco sería fácil querer examinar de manera lo bastante justa las contribuciones positivas -personales e institucionales, del voluntarismo, de la ciencia y la tecnología- a tantos desafíos nuevos.
Si, a pesar de todo, se quieren hacer balances, resultará que hablarán más de quien los hace que de lo que se quiere valorar. Más allá de la estricta descripción de los hechos, ya bastante dificultosa, su elección y su evaluación darán cuenta sobre todo de la perspectiva desde la que se hace, y de las vivencias y el estado de ánimo de quien los examina. Inevitablemente, la tentación de querer encontrar en las desgracias generales la confirmación de nuestros propios sesgos ideológicos siempre es muy grande. Y este año, ante una catástrofe mundial provocada por un virus que no tiene filiación política, aún más.
Habrá tiempo para, con una cierta distancia, estudiar cómo se ha reaccionado para controlar discursiva y emocionalmente la pandemia. Quiero decir, para integrarla a nuestra experiencia cotidiana, para justificar los contundentes cambios de hábitos y de rutinas sociales. Unos intentos -no siempre acertados- que van desde querer equiparar el combate de Covid-19 a una guerra y a su retórica -con más militares que médicos en las ruedas de prensa-, hasta disfrazarlo de patriotismo y, con un oportunismo descarado, recuperar la joseantoniana «unidad de destino en lo viral».
Un componente que deberá merecer una atención especial es la hiperemocionalidad con la que se ha envuelto la respuesta colectiva a la pandemia. La sobrecarga emotiva de la publicidad -a menudo bordeando la cursilería- será una fuente extraordinaria de información para estudiar qué debilidades tenemos como sociedad, qué tipo de autoengaños nos consuelan, por qué nos refugiamos más en la sentimentalidad que en la razón, más en el eslogan de autoayuda y la canción de cuna que en la confianza en la gestión racional y el conocimiento científico.
De lo que podríamos llamar ‘retórica pandémica’ mediática también podemos sacar conclusiones. Pienso, por ejemplo, en estas denuncias que informan que el virus afecta a los más vulnerables, afirmación que no pasa de ser una mera redundancia: ¿o es que la vulnerabilidad no se define, precisamente, por la afectación del virus? Asimismo, se podrá medir quién ha sufrido más el paro de la actividad económica y quién ha salido beneficiado, también en el reparto de ayudas. En muchos sentidos, la pandemia habrá desnudado nuestra sociedad y ojalá sirviera para descubrir tanto las verdaderas vergüenzas como tantas fortalezas como se ha demostrado que tenía, y en definitiva la aprovecháramos para madurar, es decir, fortalecernos- colectivamente.
Sea como sea, a la hora de hacer balances -si no podemos evitarlo- valdría la pena tener en cuenta aquella idea de Pascal Bruckner en ‘La tyrannie de la pénitence: essai sur le masochisme occidental (2006)’: «El hipercriticismo desemboca en el odio hacia uno mismo, y sólo deja escombros tras él». Que a los escombros de la pandemia no añadamos otro derribo autodestructivo. ¡Y que 2021 sea el de la reconstrucción de todas las esperanzas!
ARA