EL MÓN
«La dicotomía entre la lucha social y la lucha nacional es una falacia»
El profesor Josep M. Solé i Sabaté, catedrático de historia contemporánea de la UAB, publicó el pasado 26 de mayo un artículo en la Tribuna de El Punt Avui, titulado «La hegemonía marxista» (*). La tesis que defiende es demoledora: habla de cómo el marxismo imperante durante la década de los sesenta, se va fundiendo como un terrón de azúcar en las aguas turbulentas del último tercio del siglo XX, hasta llegar a la actualidad, reducido a la mínima expresión y difuminado en una diáspora ideológica.
Según el historiador, la razón de fondo de esta disolución, radica más en los defectos propios que en las virtudes ajenas: «el marxismo se desinflaba, por demasiado rígido, demasiado ideológico y también por unos guardianes de las esencias más doctrinarias que no casaban con los nuevos tiempos». Pero lo que más daño hizo al marxismo catalán -que, según dice, ‘siempre’ ha sido de «cartón piedra»-, fue a raíz del proceso independentista, cuando se puso de manifiesto su incapacidad de interpretar el momento histórico actual y defender consecuentemente el derecho a la autodeterminación.
Pienso, sin embargo, que Solé i Sabaté no habla propiamente de marxismo en su artículo, sino de una de las ideologías más influyentes en el seno de la tradición marxista catalana: el ‘soleturismo’ o españolismo de izquierdas. El término hace referencia al político Jordi Solé-Tura que fue, primero, dirigente del PSUC y, como tantos otros, acabó después en las filas del PSC. Su obra más conocida es «Catalanismo y revolución burguesa» (1967) en el que se identifica el catalanismo como un movimiento de raíces burguesas. Es verdad que lo que actualmente llamamos ‘soleturismo’ posiblemente va mucho más allá de lo que este autor argumentó, pero el hecho es que existe una tendencia que sitúa de manera general las aspiraciones nacionales como una ideología burguesa: el «nacionalismo burgués».
Así, las reivindicaciones nacionales siempre quedan relegadas a un segundo plano, en relación con el que sitúan la «lucha social». Porque el análisis condiciona efectivamente el planteamiento estratégico y, por ello, no es de extrañar que un movimiento que se considere «burgués» no sea tenido con la misma consideración que aquellos movimientos que puedan ser calificados ‘genuinamente’ de «populares» u «obreros». De ahí, la falsa contraposición entre la lucha social y la lucha nacional, de la que se ha aprovechado históricamente el lerrouxismo (o españolismo populista) y que incluso algunos independentistas han caído acomplejadamente.
Pero ni las raíces ni el motor del catalanismo contemporáneo (independentista o republicano) es la burguesía, sino todo lo contrario: justamente es la alta burguesía autóctona de Cataluña, de vasallaje españolista, la más acérrima enemiga del proceso de liberación nacional; y es que, lo que más peligra en este proceso, son justamente los privilegios en que viven instaladas las oligarquías españolas, ya sean de origen catalán o de otros lugares del Estado español. En cambio, el proyecto de la República Catalana, desde el abanico político más amplio, se plantea de manera unánime como la antítesis al Régimen oligárquico de 1978.
En este contexto, la dicotomía entre la lucha social y la lucha nacional es una falacia (la lucha nacional es una lucha social) y, por tanto, la perspectiva ‘soleturista’ lo que hace es encubrir un sustrato ideológico claramente españolista; banal, hegemónico. Así, la aparente paradoja de que partidos que se definen respectivamente de izquierdas y de derechas compartan esta perspectiva, a la hora de criticar el movimiento republicano catalán, responde fundamentalmente a su participación conjunta de la ideología hegemónica españolista, según la cual, el marco español es tan incuestionable como cualquier ley de la física.
Por lo tanto, no era hegemonía marxista, sino hegemonía españolista que, en el ámbito del marxismo en nuestro contexto nacional, se ha traducido en esta ideología que llamamos ‘soleturismo’. Una ideología que, por consiguiente, los marxistas catalanes deberían ser los primeros en combatir. Porque, por otra parte, un «marxismo ideológico» (o una «ideología marxista») es un oxímoron: el materialismo dialéctico se basa justamente en la crítica a la ideología y a la realidad, diseñando en cada momento concreto la intervención más adecuada, para poder organizarnos y avanzar hacia nuestras aspiraciones colectivas.
(*) http://www.elpuntavui.cat/opinio/article/8-articles/1608641-l-hegemonia-marxista.html?cca=1
26 de mayo 2019
La hegemonía marxista
JOSEP M. SOLÉ I SABATÉ.
Tras mediados de los sesenta ha habido una evidente hegemonía cultural marxista en las universidades públicas catalanas. Actualmente sólo sobrevive debilitada entre referencias mezcladas de ecologismo, feminismo, republicanismo español, nostalgia comunista, obrerismo y añoranza de un pasado idealizado que nunca existió. El marxismo teórico en Cataluña siempre fue de cartón piedra, de poca monta, como decía Josep Termes, quien en un periodo en fue militante y junto con otros historiadores y colegas cercanos llegaron a formar una célula universitaria clandestina.
Antoni Gutiérrez, el Guti, dirigente del PSUC, forjador clave de la Asamblea de Cataluña, antes de morir dejó escrito que el partido era más antifranquista que comunista, lo que explicaría los muchos compañeros de viaje que tuvo, como reconoce Joan B. Culla en sus lúcidas memorias. Un antifranquismo transversal que en la inmediata posguerra encontró en el PSUC una fuerza política clandestina indiscutiblemente obrera, resistente y catalanista. Más al haber sido aplastados el anarquismo y nacionalismo catalán por su lucha armada coincidente con la lucha contra el nazismo y franquismo. El PSUC sería una fuerza de reclamo en la lucha estudiantil y universitaria.
El marxismo se presentaba desde una superioridad moral sobre los demás corrientes ideológicas. Además de la represión feroz, las contradicciones internas de anarquistas y la no cohesión del nacionalismo catalán; el comunismo daba todo el apoyo a la descolonización, lo que fortaleció el prestigio del partido, a la vez fue quien mejor supo luchar en la clandestinidad y apoyar lo que se llamaba «fuerzas del trabajo y de la cultura». No se debe menospreciar el impacto del triunfo de la Revolución Cubana y el Che, convertido en mito en el mundo estudiantil.
A partir de mayo del 68 en Paris, la Primavera de Praga -los tanques soviéticos aplastan el anhelo de socialismo en libertad- y la masacre de Tlatelolco en México el mundo marxista dejó de tener un norte único. Del maoísmo al izquierdismo más diverso y fragmentado, así situacionistas, consejistas, etc., y de nuevo un nuevo anarquismo y un nacionalista catalán ponían en cuestión el marxismo, en el que un profesor, Manolo Sacristán, había sido considerado casi un profeta con fieles seguidores.
La grieta se había producido, el marxismo se desinflaba, por demasiado rígido, demasiado ideológico y también por unos guardianes de las esencias más doctrinarias que no casaban con los nuevos tiempos. La muerte de Franco, la aparición creciente de un socialismo hasta entonces muy minoritario, la Transición -Transacción, en dicho de José Fontana; maquillaje político, en nombre José Termes-, hirió gravemente un concepto que iba terminando lentamente en los últimos reductos. Rumanía en algunos núcleos universitarios, en la marginalidad política, en unos partidos de más de fe comunista que fuerza de votos.
El hundimiento de la URSS fue la estocada final. Los doctrinarios clásicos se refugiaron en una mezcla de ecologismo, feminismo, universalismo y todos los más variados ‘ismos’, que a pesar de no hacer presente la idea matriz, ayudaban a condenar un capitalismo que se imponía a partir de la mayor de las injusticias, de la desigualdad, de unos mercados sin entrañas en un mundo globalizado. Sin adversario perfilado y concreto. Incluso la socialdemocracia se iba olvidando de sus votantes.
Lo que ha hecho más daño al concepto de raíz marxista es el proceso catalán. Ante el deseo mayoritario del derecho a la autodeterminación de Cataluña han cambiado de rumbo cada dos por tres, han hecho declaraciones más que diversas y opuestas, han aparecido las contradicciones más notorias. Todo lo que decían del derecho de los pueblos era pura farsa. Por eso encontramos un núcleo notorio procedente del PSUC en la fundación de Cs, ahora la derecha más extrema. Por no hablar de la burla de los que eran del PSC o progresistas de todos colores, como el fallecido Rubalcaba, que incluso justificaban la violencia de la Guardia Civil, institución militar, o la policía española obedeciendo la orden del «a por ellos».
Los marxistas que quedan difuminan el legado más oscuro de Stalin, destacan la indiscutible y noble lucha del PSUC contra la dictadura franquista pero evitan la crítica a unos dirigentes torpes, pagados de sí mismo, que no supieron leer el momento histórico nuevo para defender el progreso social, económico y cultural. La hegemonía cultural, a veces moral, que imponían los marxistas ha dejado una larga sombra. No es cuestión de negar la gran importancia, ineludible, de la interpretación materialista de la historia, pero sí afirmar que nos faltan muchos estudios, memorias, ensayos y análisis para comprender mejor la sociedad presente. Debemos poder entender cómo después de 40 años de dictadura y 40 más de explotación económica el movimiento obrero se ha quedado sin referentes. Debemos entender cómo pueden ser ciegos habiendo millones de personas, las masas, en la calle pidiendo los derechos de Cataluña y ellos se esconden excusa tras excusa. Marx decía que no era marxista, por ser de pensamiento crítico y libre. Estos marxistas nuestros no lo son en la crítica y la defensa de la libertad.