A veces una mirada exenta de prejuicios puede ver más claro que mil análisis realizados desde el deseo. El último día de clase del trimestre un estudiante vino a buscarme a la oficina y me dijo con sentimiento veraz que Cataluña le daba pena. Ya hace años que en otoño enseño una asignatura sobre la historia política, social y cultural de la Península Ibérica. En el temario hay algo de todo, desde la formación de los reinos medievales y las lenguas ibéricas modernas hasta el neofranquismo y la irrupción de Vox en la escena política, pasando por la guerra de los Segadores, la unificación del Estado con los decretos de Nueva Planta, el caciquismo, la guerra hispanoamericana, la aparición del nacionalismo español moderno y del catalanismo, el Modernismo, la movilización de las mujeres, la Semana Trágica, las exposiciones universales, la movida madrileña, la fundación del nacionalismo vasco, ETA y los GAL, el movimiento de recuperación de la memoria histórica y el escándalo de las fosas y del Valle de los Caídos, para acabar con la ola independentista, el referendo de 2017, la sentencia del Tribunal Supremo de 2019, el periodismo patriótico, las ‘fake news’ con el ejemplo del caso Volkhov salpicando al New York Times, y la represión ideológica hasta la fecha.
Es mucho terreno, difícil de recorrer en solo veinte sesiones, pero sobrevolarlo permite obtener una perspectiva fundamentada sobre el presente a unos estudiantes que llegan a Stanford sin apenas conocimiento de la realidad española. Contemplar este panorama y suplementarlo con algo de investigación por los trabajos de curso da a la opinión del estudiante antes mencionado una validez considerable. Es el balance de una reflexión desapasionada, que seguro que no gustará ni al unionismo ni al independentismo quimérico, aquel que no está dispuesto a que la realidad le estropee una ilusión que le resarza de los fracasos. No va a gustar, más que nada porque inspirar lástima cuando se cree digno de admiración duele y porque cuesta mucho poner los pies en el suelo cuando se pensaba tocar el cielo con la punta de los dedos.
Considerando los efectos de la declaración del 27 de octubre de 2017, este estudiante captó enseguida que el intento de independizarse pacíficamente se apoyaba en una premisa que se demostró falsa: que la Unión Europea legitimaría el referéndum y admitiría el nuevo Estado. No sólo se demostró falsa la premisa, sino que ya podía haberse adivinado que la Unión no colaboraría en la ruptura de un Estado miembro. No puede hacerlo porque su estructura quedaría alterada y la ruptura de una de las piezas debilitaría al conjunto. La contradicción entre el compromiso de preservar la integridad de los estados miembros y exhibirse como un modelo de valores liberales incapacita a Bruselas para tomar medidas resolutivas en conflictos de identidad nacional que afecten a estos estados. De ahí la evasión de responsabilidades y el dictamen de asunto interno del Estado desfavorable a las minorías nacionales que carecen de representación comunitaria. De hecho, la dificultad es aún mayor, porque de la aprobación de la soberanía catalana por la Unión Europea depende la de otros países y por tanto el estatus internacional de los catalanes. La actual falta de reconocimiento hace inviable la independencia, pero en el caso muy improbable de que los catalanes la consiguieran sin apoyo internacional, el país se convertiría en un Estado paria, como Somalilandia o Chipre del Norte (que sin embargo goza del apoyo de Turquía).
Todas las dudas sobre las intenciones del govern de la Generalitat antes y después del referéndum giran en torno a esta cuestión: ¿se había abonado el terreno internacional y, concretamente, se habían hecho gestiones en la Comisión Europea para llevar a cabo una declaración unilateral de independencia con alguna posibilidad de acogida favorable? Si la respuesta es negativa, los protagonistas políticos deben considerarse unos irresponsables. Y desgraciadamente la suspensión de la declaración el pasado 10 de octubre y la predisposición de Puigdemont a convocar elecciones hacen pensar que la voluntad catalana no había suscitado advocación alguna en Bruselas ni compromiso alguno en las cancillerías más relevantes.
Si los timoneles del barco que iba a Ítaca hicieron frente sabidamente a la costa de los cíclopes, ¿qué sentido tiene hoy proclamar que ahora ya sabemos la reacción del Estado y estamos mejor preparados para el próximo asalto? El problema con esta autocomplacencia no es sólo que Polifemo ya se haya comido un buen puñado de marineros, sino que Odiseo se ha quedado sin nave. Porque si algo tenía que saber quién tuviera dos dedos de conocimientos de historia, era la reacción española que, como suele decirse, nunca defrauda. La duda más caritativa sobre la buena fe de los líderes de la aventura es si ellos tenían razones suficientemente sólidas para creer que la reacción europea sería distinta. Pero una vez Europa ha abandonado Cataluña a la arbitrariedad española, haciendo doctrina con el veredicto de asunto interno, la única enseñanza que los catalanes pueden haber extraído es que el rasero de la independencia es ahora más alto de lo que era entonces.
No sé si los independentistas han sacado provecho de la lección, pero mi estudiante, mirándolo como parte de fuera de la causa, lo ve claro. A su juicio, Cataluña sólo tiene dos alternativas: mejorar la autonomía dentro de España o buscar apoyo para la independencia fuera de la Unión Europea. La segunda opción implica empezar una lucha global por deslegitimar el Estado español y de rebote demostrar la inconsistencia de los derechos humanos en la Unión Europea. La primera, mejorar la autonomía, es la vía elegida por una parte no menor del independentismo, que con este hecho renuncia a la independencia para poder incorporarse a la política del Estado, reforzando así la autoridad y limpiando su imagen. Esta estrategia no puede dar ningún resultado, porque la negativa de Madrid a aflojar la presión (fiscal, lingüística, política) sobre Cataluña ya estaba en el origen del “proceso” y ahora el Estado considera que ha ganado la batalla y no tiene ninguna necesidad de premiar la rebelión.
La alternativa es una larga campaña de erosión de su prestigio hasta disolver la consideración de democracia consolidada con la que le son perdonadas las transgresiones de los derechos de todo tipo; una campaña que a la vez ponga a la Unión Europea ante el espejo de las propias contradicciones. Esta vía es o se parece bastante a la que Carles Puigdemont llamó “confrontación inteligente”. Tiene la ventaja de que España colabora a la misma con entusiasmo, pero requiere gran finura diplomática y mucha persistencia en provocar la desmesura española a pesar de las consecuencias que esta práctica tiene en su interior. Y todavía presupone una condición inimaginable en estos momentos: presentarse ante el mundo como una comunidad nacional y no como una reunión de ideologías confrontadas con equivalencias en los demás estados de la Unión Europea, pues nadie ha hecho nunca respetar el derecho de independencia de una nación sometida sustituyendo el criterio de la nacionalidad con promesas vacías de bienestar social e inclusividad multicultural y chillona.
Hoy los catalanes celebran el día de San Esteban, el primer mártir del cristianismo. Mientras comen los canelones, muchos quizá no recuerden que el primer diácono de la Iglesia murió por defender la nueva secta ante la autoridad del sanedrín. «Secta» viene de ‘sequí’ y significa ‘vía, camino’. Para los creyentes la fiesta debería ser luctuosa, si no fuera porque ese martirio, con el que arrancó la persecución de los cristianos en Judea, fue la causa de que la secta se pusiera en marcha y se globalizara. Lo sepan o no, hoy los catalanes celebran la persecución de los herejes, los que han elegido otra vía, porque ayer celebraban el nacimiento de una nueva estrella y porque la tradición explica que, al descubrirla, unos sabios se pusieron en camino.
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