Necesitamos explicaciones (1)
No sé por qué Breivik mató cruelmente a decenas de jóvenes en Oslo a principios de verano, ni sé por qué hace unas semanas en Londres el barrio de Tottenham se quemó a manos de una masa de jóvenes. Me refiero a ‘saber’, en el sentido estricto, que debería incluir y distinguir circunstancias contextuales, causas profundas y desencadenantes inmediatos. Por lo tanto, necesito empezar estas líneas dejando bien claro que no he estudiado de forma directa, ni sobre el terreno y a fondo, los casos de violencia extrema de este verano en Oslo, Londres y otras ciudades británicas. He leído todo lo que he podido, pero o bien han sido informaciones periodísticas escritas casi siempre desde partidos previamente tomados, o comentarios -a parte de los más banales y tópicos- muy sugerentes pero igualmente apriorísticos. Con todo ello, y con informaciones obtenidas de estudios previos de casos aparentemente similares que también me habían interesado, me he formado una opinión. Ahora bien, es una opinión que todavía queda lejos de lo que podríamos llamar, en sentido estricto, un conocimiento. Y una opinión vale lo que vale: aporta un punto de vista, una hipótesis interpretativa, pero no permite ser taxativo. De modo que más información veraz y más análisis bien fundamentados la deberían poder cambiar o, al menos, matizar y, ciertamente enriquecer. Todo lo que diga, pues, debe comenzar con un «creo que», «pienso que quizás», «muy probablemente» …
Tantas prevenciones formales vienen al caso por una razón sencilla que ya apuntaba en mi último artículo en el ARA (31 de julio): este tipo de eventos que transgreden el orden esperado de las cosas reclaman, con urgencia, una interpretación para reintegrarlos a la ‘normalidad’. De modo que la respuesta que se pide a «¿cómo es que pasan estas cosas?» no busca tanto satisfacer un deseo de conocimiento crítico como la necesidad vital de orden y sentido. Además, es en estos hechos imprevistos y trágicos donde es más fácil confirmar nuestros presupuestos ideológicos. Manipulamos la interpretación no con voluntad de engaño sino con voluntad de reforzar nuestra propia y previa visión del mundo. Por eso son este tipo de hechos los que cuesta más abordar desde una perspectiva crítica, porque fácilmente pueden hacer tambalear nuestras convicciones más profundas.
No es raro, pues, que rápidamente aparezcan análisis contundentes que pretenden saber que Breivik es una consecuencia de la xenofobia y el racismo de ultraderecha, al margen de hipótesis psiquiátricas. Pero hay que decir que si la matanza la hubiera provocado una célula de Al Qaeda, los mismos comentaristas habrían dicho que la acción asesina de dos o tres individuos no podía criminalizar a todo el Islam. En el caso de los disturbios británicos ha ido como anillo al dedo para poder atribuir la culpa a las políticas de recortes sociales de David Cameron -dejadmelo decir de pasada: eso sí que son recortes-, como han hecho prestigiosos sociólogos en estas mismas páginas. Da igual que algunos de estos conflictos fueran muy anteriores a ningún recorte o que, sin el factor explosivo, ya formaran parte del paisaje cotidiano. Y tanto da que estudios rigurosos señalen, por poner un ejemplo, que en tiempos de recesión y crisis, la delincuencia disminuye. ¡Sobre todo, que un dato preciso no nos estropee una fácil y cómoda interpretación política! Pero, claro, los disturbios también han ido como anillo al dedo a quienes les conviene creer que todo es un problema de orden y ley, de disciplina, autoridad y crisis de valores: «Sólo son delincuentes», dicen. Y como estamos ante hechos muy complejos, con muchas caras, cada uno puede destacar aquellos datos que encajan mejor con sus necesidades interpretativas: o bien la supuesta desesperación del joven hijo de inmigrante sin perspectivas de trabajo, o bien la falta de valores de la joven de buena familia con estudios en Oxford que se apunta al pillaje.
Ciertamente, tampoco ayuda a aclarar las cosas la tentación de las comparaciones fáciles. Los disturbios en algunos barrios periféricos franceses del otoño de 2005 tienen una gran cercanía «estética» con los de este verano en los barrios británicos, y aún con las razzias conocidas como flash robs estadounidenses, donde a través de una llamada por las redes sociales asaltan establecimientos comerciales con razones aparentemente gratuitas pero con una clara identificación racial. Del mismo modo, el asesinato masivo en Oslo recuerda a otros asesinatos indiscriminados en escuelas y centros comerciales tanto en Norteamérica como, más excepcionalmente, en Europa. Sin embargo, la semejanza formal suele ser más una trampa que una clave interpretativa.
Sí, tengo algunas opiniones propias sobre los disturbios de Londres. Las daré en la segunda entrega de este artículo.
Necesitamos explicaciones (y 2)
Los disturbios de este verano en Tottenham en Londres han abierto uno de los más viejos debates de interpretaciones que han dividido siempre a la humanidad. Por un lado, están los que creen que la causa de este conflicto -y de cualquier otro mal- es la pobreza, la desigualdad y la discriminación. Por otro lado, están los que creen que son problemas de orden público, de crisis de autoridad y de valores. Dicho a lo bruto, unos creen que la sociedad es la culpable de todos los problemas que tienen los individuos, y los otros creen que hay que situar la culpa en la responsabilidad individual y que la solución pasa por hacer cumplir las leyes y respetar el orden social.
La grave explosión social de Londres contiene elementos suficientemente contradictorios como para contentar a cualquiera de las dos posiciones. El conflicto se ha manifestado en un entorno especialmente afectado por la recesión económica y las políticas de restricción del gasto público. Se trata de barrios con un nivel elevado de desempleo, de inmigración no integrada políticamente y con más fracaso escolar de lo habitual, entre las muchas variables usuales de la pobreza. Asimismo, la revuelta popular ha estado carente de contenidos ideológicos claros y, dedicada al saqueo de establecimientos de objetos de consumo, ha contado con la participación de individuos que rompen el perfil esperado de la desesperación social.
Desde mi punto de vista, para analizar qué pasa con estas explosiones sociales, lo primero que hay que hacer es dejar de buscar culpables y tratar de hacer una aproximación crítica y con la mentalidad abierta para ser receptivos a los componentes contradictorios que se esconden. Además, no se puede perder de vista que se trata de hechos excepcionales que mal se pueden explicar con factores genéricos que, en caso de funcionar como verdaderas causas, nos obligarían a explicar todos los casos en que no se producen las consecuencias que se deberían esperar. Finalmente, se trata de situaciones contradictorias y confusas. Quiero decir que se suelen mezclar factores muy diversos, que hacen compañeros de viaje insólitos. Sin un trabajo de disección muy fina, con la intervención de disciplinas científicas diversas, se hace muy difícil interpretar nada sin simplificar.
En Tottenham, se ha dicho a diestro y siniestro que estábamos ante un caso claro de barrio «multicultural». Es una manera equívoca de describir un barrio con una mayoría de ciudadanos procedentes de antiguas y recientes inmigraciones y de sus descendientes. Pero eso no lo hace multicultural porque, al menos sobre el papel, supondría la existencia de una sociedad capaz de integrar la diversidad -incluida la autóctona- y no la mera superposición de grupos étnicos en competencia sobre el mismo terreno. Más que barrios multiculturales, son territorios en los que ha fracasado un determinado modelo de convivencia que, calificado con un término políticamente correcto y en nombre del respeto a la diversidad, enmascaraba formas radicales de segregación.
Creo que tanto el fracaso -relativo- de las propuestas multiculturales como el fracaso -en algunos casos- de los modelos asimilacionistas de integración social y política, nos remiten a las nuevas dificultades de las sociedades avanzadas para mantener los vínculos fuertes de pertenencia que permitían superar las tensiones sociales clásicas. Los viejos instrumentos de cohesión -familia, escuela, iglesia, ejército, sindicatos…- han ido dejando paso, hace tiempo, a nuevas instituciones como los medios de comunicación propios de la cultura de masas y, en especial, la televisión. Pero actualmente la capacidad integradora de estos medios en una sola lealtad política estatal-nacional está también en crisis, y muy particularmente entre los jóvenes. Las nuevas formas de vinculación interpersonal, cada vez más ligadas a las llamadas redes sociales, no se ajustan lo más mínimo al modelo político que sigue vigente y a sus fronteras.
En definitiva, uno de los problemas latentes que se hacen especialmente claros en este tipo de explosiones sociales es el de las dificultades de establecer una identidad común que garantice el mínimo de lealtad necesaria para facilitar el intercambio de derechos y deberes propios de la ciudadanía democrática.
El crecimiento de los partidos xenófobos en los países nórdicos y de Europa Central, las explosiones sociales europeas en los barrios de inmigración sea cual sea el modelo político que se aplica, e incluso la aparición de los flash robs en Norteamérica, señalan problemas graves en la fabricación de las identidades sociales y políticas. Una carencia que los próximos tiempos nos harán estudiar, pensar y discutir mucho. Necesitaremos más explicaciones, y estaría bien que afinásemos los viejos instrumentos de análisis.