Navarra enfrentada, UE y reforma de la Lorafna

Reflexionaba hace unos días Javier Enériz a cuenta de su nuevo libro Agramonteses y Beamonteses. La conquista de Navarra que “los navarros, divididos, no tienen futuro”. Por el contrario, Enériz afirmaba que “en los momentos históricos en los que se demuestra unión, el potencial se multiplica por mil”. Sirvan estos razonamientos como meridiano ejemplo de lo que no nos podemos permitir y de la magnífica oportunidad que nos ofrece el marco de la reforma de la Lorafna para no cometer los errores del pasado y salir, de una santa vez, de esa Navarra enfrentada que en sociología tiene un término muy descriptivo: esquizogénesis. Es decir, la de alguien que se posiciona de una forma solo porque su vecino opina lo contrario.

Y es que tenemos que salir de ese bucle perverso y eterno.

Navarra tiene un peso muy pequeño en el conjunto del Estado: 650.000 personas frente a los 48 millones del resto. Con esos números, nuestra capacidad para influir en los devenires estatales y su acción de gobierno es muy limitada, por no decir nula. Este hecho hace ver, de una manera cristalina, que Navarra no se puede permitir perder una milésima parte de su autogobierno si queremos que nuestra capacidad de generar riqueza –y aquella que sostiene nuestro Estado del Bienestar– siga manteniéndose intacta. Las consecuencias de no disponer de herramientas financieras de autogobierno las vemos en la España vaciada. Ese es nuestro spoiler.

Señalar que estamos en tiempos de cambios puede resultar una obviedad, pero conviene subrayarlo para prepararnos por lo que pudiera venir. Los saltos vertiginosos en la humanidad llevan aparejadas unas profundas transformaciones sociopolíticas que van a marcar el futuro de las siguientes generaciones. En ese sentido, quiero citar dos referencias de la Historia en los que Navarra salió muy mal parada. En los comienzos de la Edad Moderna (siglo XVI), Navarra pugnaba con otras naciones por tener su sitio en esa Europa que dejaba atrás la Edad Media. La ambición desmedida de un imperio nos privó de ese lugar, aunque, afortunadamente, conservamos nuestras estructuras de Estado. Tres siglos después, otra revolución tecnológica, la industrial, acabaría con los reyes absolutos, transfiriendo su poder a parlamentos elegidos por el pueblo. En ese escenario, y tras otro conflicto bélico, Navarra sufrió en sus carnes las consecuencias de su división interna: perdió sus principales instituciones de Estado y hasta el nombre que lo reconocía como tal. Es decir, en el siglo en que se crearon los estados-nación actuales, los navarros tampoco pudimos construir uno propio entre nuestros iguales.

Hoy, como he dicho, estamos ante otra nueva revolución tecnológica que, seguro, tendrá consecuencias políticas en la construcción de la nueva Europa. Si alguien se cree que la Unión Europea que tenemos ahora va a ser la misma dentro de diez años, estará muy equivocado: nada será igual cuando termine el ciclo bélico en el que, por desgracia, estamos ya inmersos. Yo no tengo ni idea de cómo será, pero sí tengo claro que nuestro autogobierno volverá a estar en solfa, máxime si estamos divididos.

Por eso opino que nos jugamos mucho en esta reforma de Lorafna ya que ante nosotros se abre una oportunidad de oro para 1) socializar ante la ciudadanía ese patrimonio inmaterial que es nuestro autogobierno, garante del Estado del Bienestar que disfrutamos y 2) llegar a un acuerdo de futuro entre las diferentes identidades –con sus particulares visiones de la foralidad– que actualmente ocupan el cauce central de nuestra sociedad.

Herramientas hay para conseguir ese objetivo, y entre ellas las más importantes son la Disposición Adicional Primera de la Constitución española, que reconoce el hecho foral; la Disposición Adicional Primera de la Lorafna, que no renuncia a cualquier derecho originario o histórico que nos pudiera corresponder; y la Reserva Foral, que es un precepto por el cual es competencia de Navarra aquello que no sea del Estado. Además de todo lo anterior, estaría la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico de todos los avances habidos en las diferentes modificaciones que las comunidades autónomas hayan introducido en sus estatutos.

Si hay voluntad política podremos construir un nuevo acuerdo que nos haga más fuertes ante el incierto devenir que tenemos por delante. Por desgracia, no será fácil porque todavía hoy existen banderizos. Ya no se llaman agramonteses y beamonteses, pero, en esencia, actúan igualmente como separadores, disfrazando de comunal, intereses partidistas espurios. En ese sentido, siempre vamos a encontrarnos con deleznables posturas que te consideren mal navarro por no compartir su credo político.

La respuesta a estos planteamientos separadores no puede ni debe de ser aquella que vaya a distanciarnos aún más, usando, además, marcos políticos del siglo pasado, incompatibles con los valores que deben tener quienes ocupan el cauce central. A mi juicio, la fórmula en la cual debemos basar ese nuevo acuerdo entre la ciudadanía navarra se encuentra en nuestra tradición jurídico-política: el Fuero. Un Fuero –derecho a darnos ley– que considero que es el principal eje vertebrador sobre el cual hemos creado nuestra identidad colectiva.

Hablemos, pues, del Fuerismo como punto de unión de los ciudadanos, independientemente de la identidad nacional que tenga cada uno. Hablemos del Fuero como refugio frente a arbitrariedades o leyes que intenten laminar nuestro autogobierno y donde nos encontremos los diferentes. Y cuando hablo de diferentes, no solo me refiero únicamente a los de siempre, también incluyo a quienes, venidos de otros países, colaboran al comunal como lo hacemos los demás. El Fuero también debe servir como salvaguarda e integración de esos nuevos navarros.

En resumen, el Fuerismo como fuente de cohesión social.

Así que la respuesta que deberá dar a los discursos separadores quien pretenda ocupar el cauce central de la sociedad será la descrita. En caso contrario, el cauce central irá desapareciendo paulatinamente y lo que nos encontraremos es el choque entre bloques –entre los nuevos agramonteses y beamonteses– para imponerse el uno sobre el otro. En una sociedad tan polarizada, aunque gane uno de los bandos, la bronca perpetua será lo único que nos espera, y así, siempre, estaremos a merced de otros.

Somos muy pocos como para estar enfrentados: sobre todo con las cosas de comer. Por eso, quienes han de construir ese nuevo pacto –reflejado en la reforma de la Lorafna–, deberán ser quienes sean capaces de construir puentes, no aquellos que siembran cizaña, disensión y bronca.

En definitiva, el faro que nos ha de guiar es la democracia, no quien chille más.

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