Como saben, el pasado miércoles 5 de mayo aconteció el bicentenario de la muerte, cautivo de los británicos, de Napoleón Bonaparte a causa de un cáncer digestivo cuando tenía apenas 51 años. En el discurso central de la conmemoración, el presidente francés Emmanuel Macron no esquivó las contradicciones ni los claroscuros del personaje, pero subrayó el error que supondría juzgar una época de la que nos separan más de dos siglos con los parámetros y los valores del presente.
Ha sido en vano. Al menos en esta parte del Pirineo, una ignorante osadía periodística ha acometido contra Bonaparte con todo tipo de acusaciones presentistas o, directamente, delirantes. Analogías entre el Gran Corso y Hitler, o entre la ‘Grande Armée’ invasora de Rusia y la ‘Wehrmacht’ en el mismo escenario (¿dónde estaban los ‘Einsatzgruppen’ napoleónicos dedicados a exterminar zaristas y judíos? ¿Dónde, en 1812, la guerra racial contra los eslavos?). Descripciones del emperador de los franceses como un tirano y un traidor a la Revolución, cuando en 1800 no había en el mundo ningún gobierno que se pudiera calificar de democrático (excepto quizás los jovencísimos Estados Unidos, y sólo para los blancos de sexo masculino…); y, ¿cuándo se podría afirmar con igual rotundidad que, lejos de traicionar la Revolución, la estabilizó y proyectó sus valores a lo largo y ancho de Europa.
Se ha escrito también que Napoleón despreciaba la vida humana, y que fue percibido en todo el Viejo Continente como un monstruo sanguinario. Y pues, qué, ¿acaso Carlos V, y Luis XIV, y Felipe V de España, y Carlos XII de Suecia, y Moltke, y Hindenburg, y los generales aliados de la Gran Guerra, que sacrificaban cientos de miles de hombres para desplazar el frente unos cientos de metros, todos estos eran pacifistas tipo Gandhi, y lloraban la muerte de cada uno de sus soldados, e incluso de los enemigos? Los polacos adoraban a Napoleón, que restauró fugazmente su soberanía nacional descuartizada. Allí, en Italia sembró las semillas y los símbolos de la unidad. Incluso en Alemania, por reacción hostil a su tutela, hizo cristalizar un sentimiento nacional unitario que culminaría en 1871.
¡Oh, pero en 1802 restableció la esclavitud -que la Revolución había abolido sólo sobre el papel- en las colonias francesas de ultramar! Una grave falta, sí, que resulta curioso denunciar desde un país, España, que mantuvo la esclavitud en Cuba hasta 1886. ¿Ustedes han oído alguna vez acusar a Isabel II o a Alfonso XII de esclavistas? Además -dicen nuestros antinapoleónicos de hoy-, colocó miembros de su familia en los tronos de los países conquistados. ¿Y los Borbones franceses no lo habían hecho antes, en España, en Nápoles, en Parma…? A veces tienes la sensación de que lo que se considera normal si lo hacían las dinastías tradicionales (Habsburgo, Borbones…) resultaba imperdonable cuando lo hacía Napoleón, por la sencilla razón de que era un ‘recién llegado’, un niño pobre de Ajaccio que, siendo cadete en Brienne, tenía que compartir los pantalones de paseo con su compañero de cuarto.
Napoleón Bonaparte redibujó el mapa político de Europa, expandió las nuevas ideas modernizadoras, hizo retroceder a las fuerzas más feudales y atávicas (entre ellas, el antisemitismo). Ciertamente, cinco millones de franceses murieron a causa de sus aventuras militares. Pero en julio de 1830 (quince años después de su caída, y nueve después de su muerte) el pueblo de París que expulsaba definitivamente a los Borbones lo hacía al grito de «¡Viva Napoleón!» y «¡Viva la Libertad!». La leyenda del ogro se había borrado ante la imagen del nuevo Prometeo encadenado por el rencor inglés en el peñón de Santa Elena.
Sin embargo, el juicio histórico más pertinente, y a la vez el mejor elogio que se puede hacer de Napoleón, pasa sencillamente por observar qué vino después de su desaparición política. En 1815, la Europa continental se sumergió en las tinieblas: restauración general del Antiguo Régimen, de las monarquías absolutas protegidas por las bayonetas de la Santa Alianza, de las camarillas reaccionarias que rodeaban a unos príncipes y reyes asustados, inseguros sobre sus tronos y, por tanto, resueltos a defenderse sin escatimar medios represivos. Prohibiciones, patíbulos, cárceles, policías, censura, exilios: esta venía a ser la fórmula, administrada en Europa central por el ultraconservador canciller austriaco Klemens von Metternich, en Francia por Joseph de Villèle, etcétera.
En la Península Ibérica, Cataluña incluida, el panorama postnapoleónico fue aún peor. Cierto, la guerra de 1808 a 1814 había sido un salvaje baño de sangre, no tanto entre patriotas e invasores extranjeros como entre un pueblo analfabeto fanatizado por el clero y un ejército foráneo que los autóctonos consideraban ateo y portador de ideas disolventes. Pero la restauración de Fernando VII otorgó el poder a un individuo mezquino, falso, cobarde e intrigante que se rodeó de ineptos, restableció la Inquisición y pretendió borrar cualquier vestigio de liberalismo y de pensamiento libre; vaya, de pensamiento.
En comparación con esto, tal vez en 2021 los juicios sobre Napoleón deberían ser más matizados, y no quedarse en la caricatura del «Atila moderno».
ARA