Aún no llevaban cuatro meses retumbando los cañones cuando Remy de Gourmont escribió en un apunte sobre la Gran Guerra: “A ojos de un beligerante, nunca un neutral cumplirá su deber de neutralidad”. Este deber, añadió, es muy difícil no ya de cumplir sino de concebir, porque implica la ausencia tanto de simpatía como de antipatía hacia las partes. Y esta condición, seguía diciendo, sólo puede satisfacerse respecto a una guerra de importancia menor entre dos pueblos oscuros o secundarios, pero difícilmente se cumplirá cuando el resultado del conflicto pese sobre Europa y sobre el mundo. Pese al igualitarismo preceptivo, todavía existen guerras de primera y segunda, conflictos locales de efectos circunscritos y conflictos con repercusiones globales. Y es hipocresía acusar de hipócritas a quienes toman partido en estos últimos sin perder el sueño con los primeros. No porque haya vidas humanas de primera clase y de segunda, sino porque las guerras existen desde que el mundo es mundo, pero las hay capaces de alterarlo para siempre. Se puede estar de acuerdo o no con la filosofía de la historia, en la versión idealista de Hegel o en su deformación marxista, pero tachar de hipócrita el hecho de interesarse más por las luchas que nos afectan que por otras es admitir la prioridad, al menos en la opinión pública, de los conflictos que no pueden sustraerse a la parcialidad.
En este tipo de conflictos no existe equilibrio de opinión. Cuando las balanzas se inclinan en uno u otro sentido, los intereses del neutral, dice De Gourmont, resultan favorecidos o perjudicados. Y no hay nadie que permanezca indiferente al propio interés. Por ello, los agentes teóricamente neutrales también tratan de decantar la balanza. En la Guerra Civil española, los países que respetaron formalmente el pacto de no intervención, en la práctica facilitaron la victoria de los «nacionales». La hipocresía que con razón se les ha atribuido no radica en la preferencia manifiesta sino en la pretensión de neutralidad, justificada con la necesidad de respetar el acuerdo internacional.
Este pretexto ya lo explicaba De Gourmont: “Todo lo que puede hacer quien quiera aparentar neutralidad y rehuir los reproches por un lado y por otro es remitirse a las reglas del derecho internacional, que son suficientemente limitadas y precisas, y observarlas mecánicamente, si no en espíritu al menos en la letra”. Cuando Pedro Sánchez reclama a Israel que conduzca la guerra con Hamás de acuerdo con el derecho internacional no explica cómo hacerlo para observar las convenciones de Ginebra ante un enemigo que las viola por sistema. Cómo se hace para batir a un rival que se mimetiza con la población y confunde las categorías de combatiente y no beligerante no por error sino por estrategia. Este conflicto es de aquellos en los que la neutralidad no es concebible, porque la confrontación va mucho más allá de la disputa por un trozo de desierto. La guerra de Israel con Hamás y con Hezbolá es sólo el episodio más reciente, aunque el más cruento, de un conflicto con múltiples protagonistas: la OLP desde 1964, Egipto durante la crisis de Suez de 1956 y una coalición de países árabes al día siguiente de la declaración de independencia de Israel, el 14 de mayo de 1948, y después, durante la guerra de junio de 1967. La extensión, intensidad y duración de hostilidad contra Israel –que se extiende prácticamente en todo el mundo árabe– parecen la expresión del choque de civilizaciones previsto por Samuel Huntington. Y esa polarización esencial, que en Occidente toma brillos de la guerra fría en los extremos del espectro político, quita credibilidad a la pretendida neutralidad de Sánchez, que, una vez más, demuestra en Europa que ‘Spain es different’.
De hecho, Sánchez aún se quedaba corto acusando a Israel de infringir el derecho internacional, porque la Carta de Naciones Unidas declara ilegal la amenaza o el uso de la guerra contra otro Estado. De acuerdo con esta regla, y dejando a un lado el literalismo del término “Estado”, cualquier respuesta militar a la matanza –ahora sabemos que planeada con mucha antelación– del 7 de octubre, sería condenada por el derecho internacional. Pero basta una mirada sumaria a la historia de la ONU para comprobar su eficacia. Como la Sociedad de Naciones que la precedió, esta inmensa burocracia tiene una autoridad moral relativa, sumada a una notoria dificultad para imponerla en la práctica. Invocar como principio de realidad lo que acuerden cientos de países, la mayor parte de ellos sin tradición ni experiencia democrática, es tener una idea muy poco posibilista de “realidad”.
De Gourmont expresa una banalidad cuando asegura que no se puede ser neutral y a la vez tomar partido. Sin embargo, a veces las obviedades son útiles. Éste, concretamente, sirve para recordar a la gente que ha aplaudido a Sánchez –lo mismo que antes lo vituperaban por frívolo– que las advertencias del presidente español en Israel no son fruto de ningún equilibrio. Otra obviedad es que la solución del conflicto consista en crear un Estado palestino, pero Sánchez se olvidó de estipular que cualquier solución debe garantizar la seguridad de Israel. Amenazando con reconocer un Estado palestino gobernado por Hamás mientras el grupo terrorista y sus afines retienen un centenar y medio de rehenes de todas edades y condiciones, Sánchez hace populismo de puertas adentro pero aísla a España del consenso occidental.
Como todas las propuestas de paz basadas en la aplicación mecánica del derecho internacional, la amenaza de Sánchez es un brindis en el sol. Ante este tipo de brindis no hay que elegir, porque suelen ser muy frágiles, como se ha visto seguidamente con los sarcasmos que recuerdan a Sánchez lo vidrioso de su posición con el derecho de autodeterminación. En el conflicto de Oriente Medio, como en el de Cataluña y España, la neutralidad es un fuego fatuo. Pueden condenarse con todas las letras las muertes de civiles en Gaza –en cifras no comprobadas independientemente– y ser tildado de complaciente con los bombardeos por argumentar que en sí no demuestran ninguna intención genocida. Y al revés, se puede decir con la boca pequeña que la matanza del 7 de octubre queda un poco fea, pero al fin es consecuencia del colonialismo y la política de ‘apartheid’. Y aún remacharlo con el subterfugio de que no se tiene nada contra los judíos, sólo contra los sionistas. En uno como en otro caso, la clave del sentimiento radica en la aceptación o la condena de la existencia de Israel. Al fin y al cabo, Hamás existe exclusivamente para expulsar a los judíos de su patria espiritual y terrenal. Así lo declaran los eslóganes “Free Palestine” y “From the River to the Sea” que recorren las calles de Occidente en todas las manifestaciones en pro de Palestina, que inexorablemente se convierten en manifestaciones contra Israel.
Es imposible disimular la mala fe de quienes diferencian judíos y sionistas, pues el corolario de distinguirlos es pedir su éxodo de Palestina, repitiendo una historia milenaria de expulsiones. El deber de neutralidad parece imposible observar en los conflictos que no dejan indiferente a nadie, pues el cumplimiento exige despojarse de toda simpatía e incluso de empatía con las partes, un grado de imparcialidad que no es de ese mundo. Como mucho, se puede pedir, y si se es religioso orar, que en la lucha se preserve a la humanidad esencial y a las víctimas de uno y otro bando y que nadie deje de ver a la humanidad vulnerada. Pero los argumentos ético-políticos difícilmente alterarán las simpatías preexistentes, porque el conflicto de Oriente Medio es de aquellos que De Gourmont consideraba decisivos para el futuro de Europa y del mundo. Y respecto a ese futuro, que sólo llegamos a intuir en los acontecimientos del presente, nadie puede declararse neutral ni indiferente.
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