Los datos de la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión son diáfanos. Casi cuatro de cada cinco catalanes piden la celebración de un referéndum sobre la independencia de Cataluña. La mitad apoyan la convocatoria de un referéndum organizado por la Generalitat incluso si se hace sin un acuerdo con el Estado. Y más significativo desde un punto de vista político, un 73 por ciento se declaran dispuestos a participar en un referéndum unilateral.
Estos resultados demuestran dos cosas que van más allá de los cálculos estratégicos que puedan hacer los gobiernos catalán y español y los partidos políticos que los integran. En primer lugar, el altísimo apoyo al referéndum significa que los catalanes reconocen, con una gran claridad, a Cataluña como sujeto político con una identidad nacional propia, es decir, con el derecho a autodeterminarse que corresponde a toda colectividad nacional que se reconoce como tal. Es precisamente este reconocimiento lo que hace obsoleta la interpretación rígida y legalista que España hace del pacto constitucional de 1978. Y lo que debería obligar a los partidos catalanes todavía reacios a hacer un referéndum a abandonar su oposición. Si una gran masa de la población defiende la posibilidad de autodeterminarse y, por tanto, el carácter de nación del país, ¿cómo pueden negarse a satisfacer la demanda de los ciudadanos que representan?
En segundo lugar, este apoyo masivo al referéndum responde directamente a la necesidad que siente la población de enderezar la situación de indefensión en que se encuentran las instituciones autonómicas. Los catalanes votaron la Constitución de 1978 para alcanzar un espacio de autogobierno confortable y para normalizar unas relaciones históricamente complejas desde el punto de vista del encaje emocional de Cataluña dentro de España. Pero se encontraron muy pronto con una autonomía tutelada y recortada. La sentencia del Tribunal Constitucional del año 2010 confirmó el desmantelamiento del pacto constitucional como lo habían imaginado los catalanes treinta años antes. Para garantizar el sistema autonómico, la Constitución de 1978 exige que el Parlamento regional, las Cortes y la ciudadanía aprueben un Estatuto de Autonomía. Este sistema de garantías, de por sí débil porque las Cortes españolas tienen la última palabra y el referéndum regional es de carácter plebiscitario, murió con la decisión del TC -un órgano controlado por partidos de obediencia estatal- de erigirse en el último árbitro del sistema autonómico. Todo este proceso de laminación institucional vino acompañado de un trato especialmente hiriente, bordeando el desprecio psicológico, desde los poderes político y mediático centrales.
El ejercicio del derecho a la autodeterminación mediante la celebración de un referéndum es, por tanto, la vía para afirmar explícitamente el carácter nacional de Cataluña, para restablecer formalmente un sujeto político que precede a la Constitución española, y para restablecer las garantías perdidas por la ejecución torpe del pacto de 1978. Y es por eso mismo que el referéndum recibe un apoyo tan amplio que abarca también una parte muy importante de la población no independentista.
Entre los partidarios de la independencia se ha instalado la idea de que el derecho a la autodeterminación y la independencia triunfarán si los asocian al proyecto de un Estado más competente y a una sociedad del bienestar más potente y equitativa. La realidad es que ese derecho y el posible logro de la independencia se fundamentan en un principio anterior. Los catalanes se sienten (algunos quizás sólo de forma intuitiva) nación y piden aplicar la lógica que se deriva de serlo: poder determinar democráticamente y sin interferencias cómo organizarse. Lo mismo que piden todos los países del mundo, incluyendo, naturalmente, España.
De ello se deriva una consecuencia importante. El referéndum, o, más exactamente, la promesa de celebración de referéndum, no puede ser una maniobra estratégica para lograr objetivos que no sean ejercer el derecho de autodeterminación de una nación. No puede ser una maniobra para desbloquear, por la vía de la amenaza, la tercera vía, y conseguir, a cambio de no convocarlo, más dinero o competencias. Pero tampoco puede ser una maniobra para legitimar, si España empieza a bloquear su celebración, unas nuevas elecciones o, incluso, una DUI sin hacer primero el referéndum.
Convocar un referéndum de autodeterminación es una decisión trascendental que no deja espacio a anunciarlo creyendo que en realidad no se hará. La promesa de convocatoria debe conducir a su celebración: con campaña institucional (que, como mínimo por parte de los partidos, ya debería haber empezado), censo completo, mesas electorales abiertas, administración autonómica al servicio de la convocatoria y recuento oficial. El amigo Graupera alertaba el sábado contra una política catalana reducida, «en privado, a un juego de pretextos para no hacer el referéndum y, en público, en un juego para responsabilizar al enemigo». Si esto es así, la dirección política actual comete un error muy grave: los partidos y prohombres que forman parte de ella deben entender que todos son corresponsables de lo que pase (o deje de pasar) y que sus votantes así lo entenderemos.
ARA