Murcia, referente nacional

El espectáculo parapolítico que ha tenido Murcia como escenario, la ha hecho saltar el centro inequívoco de la actualidad nacional allí donde la nación es España, que quiere decir en casi todos los territorios de su Estado. A estas alturas, aunque no recordemos el nombre de su presidente, ni el diseño de la bandera, ni el contenido del himno, a pesar de una estrofa tan potente como «¡Murcia!, la Patria bella / de la Huerta sultana; novia rica y lozana / siempre llena de azahar», sí que somos capaces de identificar el presidente cuando aparecen sus imágenes. Un privilegio, éste, que, entre la mayoría de los catalanes del Principado, no tienen los alcaldes de Palma, Perpinyà o València. Una realidad, ésta, que se sitúa en el ámbito del poder simbólico y las fronteras de reconocimiento. El hispanocentrismo hegemónico, banalizado candorosamente en normalidad cotidiana, está muy lejos del autocentrismo lógico de toda comunidad cultural y nacional que se asome el mundo desde su propio lugar, con mirada propia y no con mirada subordinada, es decir, colonizada.

En los Estados plurinacionales al servicio, uso y disfrute exclusivo del grupo nacional mayoritario, o, más exactamente, de las élites todopoderosas del grupo, el objetivo es siempre la desnacionalización de los demás, la persecución de la diferencia y su homogeneización con la sustitución lingüística, cultural y nacional para convertirlos en ciudadanos normales (españoles, en nuestro caso) y, al mismo tiempo, en consumidores universales, idénticos en todas partes, tal como conviene al sistema capitalista mundial. La uniformización nacional requiere nacionalizar todo lo que hay en el Estado para que todos sus habitantes asuman, como cosa propia, normas de uso, hábitos de comportamiento, relación de valores, código de signos, iconos comunes y un universo de referencias socioculturales que afectan, directamente, el meollo de los sentimientos. Si una nación es un ámbito compartido de intereses, referentes, símbolos y emociones, es evidente que, con respecto a los Países Catalanes, por encima de este ámbito compartido que trata de sobrevivir, hay dos más de una pesadez tan considerable como violenta, ya que sufrimos una superposición de sistemas culturales.

Como europeos, los catalanes participamos de un supersistema sociocultural occidental a la sombra de Estados Unidos, pretendidamente el más cosmopolita, con la generalización de la ideología de su política exterior, unas formas de vestir, unos hábitos alimentarios, la prepotencia absoluta del inglés y un cosmos de referencias sentimentales que tiene en el cine y la televisión sus instrumentos más poderosos de difusión para hacer posible que percibamos como nuestro el mundo que representan y como parte inseparable de nuestra historia. Hablo de series, películas, canciones, actores, actrices, músicos, ciertos deportes, periodos históricos como el Oeste, el Chicago de la mafia, Nueva York, Los Ángeles, San Francisco y cualquier aldea de la América profunda que conocemos mucho mejor que nuestra propia historia y geografía. La mayoría de catalanes son más capaces de nombrar estados norteamericanos que comarcas del propio país, de Perpinyà a Alacant. Y el mapa mental de la mayoría sigue siendo España, como demuestra el caso reciente de Murcia.

Sin mecanismos de vertebración colectiva y de socialización de la cultura nacional, sin disponer de un poder político soberano, no hay ninguna posibilidad seria de construcción nacional, cultural y lingüística. En cambio, cuando las comunidades nacionales se expresan mediante su propio Estado contribuyen, de hecho, a dificultar el poder absoluto de los monopolios internacionales y facilitar una permeabilidad respetuosa y enriquecedora desde el conocimiento mutuo y los intercambios surgidos de la diversidad de pueblos, culturas y lenguas. Si la identidad se hace por el conocimiento, necesitamos conocer para que nos reconozcan. Ya lo dijo Eugeni Xammar, en marzo de 1939, cuando una diplomática de la España republicana le dijo: «Nuestros soldados resisten, heroicamente, en Murcia». La respuesta del periodista fue contundente: «Señora, nunca me ha importado, ni poco ni mucho, lo que pueda pasar a Murcia». Pues, eso. Y ya han pasado 82 años…

EL PUNT-AVUI