No es posible entender la realidad si no se conocen sus razones. Las noticias son un relato de los hechos, no de sus razones, que —por lo general— siempre se ignoran.
Hay dos líneas político-religiosas en el conflicto de Israel con Palestina. Hamás, la mayoría de los estados islámicos y el sunismo; y Hezbolá, Irán y el chiísmo. El primero está en guerra abierta en Gaza; el segundo, en el sur del Líbano momentáneamente ‘dormido’. Hasta ahora, 40 muertes del segundo por unos 9.000 del primero. En los últimos días, Irán ha manifestado su voluntad de intervenir si la guerra Hamás-Israel no se detiene. El conflicto es importante pero local. Puede convertirse en general si implica simultáneamente sunismo y chiísmo.
La chispa que ha encendido el conflicto, el fuego, un montón de paja seca acumulada desde hace años, ha sido el posible acuerdo de Israel con Arabia Saudí y el resto de emiratos. Hamás, que gobierna la franja de Gaza, donde ganó las elecciones en 2006, ha percibido el peligro de un acuerdo político cerrado sobre la ocupación de Cisjordania por parte de Israel. Núcleos de colonos agrupados en asentamientos de forma dispersa y comunicados por carreteras exclusivas, y un gueto en Gaza. Esta realidad, la pila de paja seca acumulada, hace inviable la política de dos estados, uno israelí y otro palestino, sobre el territorio. Esto es conocido por Israel y ha sido la razón de su política de colonos en Cisjordania, que requería nueva población inmigrante en Israel. Ha venido de Rusia y de Europa del Este. Su cultura no era precisamente democrática, lo que ha modulado su comportamiento en relación con la población palestina en el territorio. Hoy son dos comunidades enfrentadas. Una victoria de Israel que lleva al desastre. Es lo que exactamente significa morir de éxito.
En la óptica de Hamás, se tenía que evitar el acuerdo de Israel con Arabia Saudí y el resto de emiratos. La manera de hacerlo, atacar a Israel en Cisjordania, causar el número de muertos suficiente y secuestrar bastantes rehenes para desatar una reacción de Israel que hiciera cambiar la dirección de la política que perjudicaba, a ojos de Hamás, a los palestinos, pero al precio de un martirio elevadísimo. Era la reacción previsible dada la actual orientación de la política de Israel, dominada por el Likud y los partidos de extrema derecha. Estaba garantizado que Israel caería en la tentación de la venganza si el ataque de Hamás tenía éxito; y que, en consecuencia, el acuerdo Arabia Saudí-Israel sería imposible. Es lo que ha ocurrido.
La táctica militar de Israel podía ser una guerra rápida y una retirada —en la tradición de todas las guerras árabe-israelíes desde 1948— o una guerra de desgaste y destrucción dirigida contra Hamás y su infraestructura —bases para el lanzamiento de cohetes contra Cisjordania y 500 kilómetros de túneles para protegerse, esconderse y almacenar material–. El bloqueo de Israel a la importación de combustible en Gaza quiere evitar la iluminación y ventilación de los túneles.
La posible intervención de Occidente forzando una tregua —como sucedió en 1973 (Yom Kippur) y 2006 (Intifada), dos treguas que tuvieron lugar cuando Israel no había logrado todavía sus objetivos militares— aconsejaba realizar una guerra intensa y rápida. Ésta es la errónea decisión tomada. Se matan muchos inocentes palestinos, se desata más odio que hace más difícil la paz una vez terminada la guerra y es dudoso que se consiga una destrucción de Hamás en el sentido absoluto en que la quiere Israel. Sin una guerra de progresión lenta identificando los objetivos militares para centrarse en los específicos de Hamás, se puede generar mucha destrucción pero poco progreso militar para derrotar al enemigo. La guerra en Gaza es ahora un error estratégico por cómo se lleva a cabo.
Todo parte de un doble error. Por un lado, un abandono por parte de Israel de la política de dos estados practicada por el laborismo y la izquierda israelí, que fue imposible por el asesinato de Yitzhak Rabin en 1995 y por la llegada al gobierno del Likud, primero, y del presidente Nethanyahu, después. Por otra parte, el convencimiento del gobierno de derechas de Israel de que la superioridad militar permitiría una estrategia política de sometimiento del pueblo palestino sin ser conscientes de que «la sangre de mártires es semilla de nuevos combatientes».
Si no es posible la política de dos estados, la solución pasa por la cesión unilateral del 60/70% de Cisjordania en Palestina
Israel ha cometido equivocaciones tácticas. Ni el jefe del ejército, el general Herzi Halevi; ni el director del servicio de seguridad interna Shin Bet, Ronen Bar; ni Aharon Haliva, jefe de la inteligencia militar, previeron el ataque de Hamás.
Tanto ellos como el ministro del Interior, Moshe Arbel, nombrados más por su fidelidad política que por su capacidad, no han sabido gestionar una situación que requiere racionalidad —ha habido poca— y nada de ideología —ha habido demasiada.
Si no es posible la política de dos estados, solución que impulsó el laborismo israelí sin éxito, la solución pasa por la cesión unilateral del 60/70% de Cisjordania a Palestina. O, alternativamente, un Estado compartido con ciudadanos israelíes y palestinos con idénticos derechos y deberes. Ninguna de estas soluciones es posible con el presidente Nethanyahu. Hacen falta unas elecciones generales en Israel que le echen y demuestren la voluntad de cambiar radicalmente de política. Israel fue creado por las Naciones Unidas y, por tanto, está justificado que las democracias pidan esta contribución a la paz de la comunidad judía.
ARA