Mientras tanto

Se nos dice que es mucho más pragmático dar estabilidad al gobierno de Pedro Sánchez que propiciar el auge de la extrema derecha, incluso aunque no se cumplan las cuotas de catalán en Netflix ni se consiga blindar el catalán en la escuela. El progresivo regreso a la añoranza de Jordi Pujol no viene de echar de menos la época donde el independentismo quedaba silenciado o autorreprimido, sino de echar en falta resultados contundentes y tangibles. Y aún así es imposible volver, primero porque Jordi Pujol era un político hábil y de pasos seguros, en segundo lugar porque después de la sentencia del Estatut ya no queda ninguna ilusión por la idea de incrementar una autonomía tan impotente, pero en tercer lugar porque nadie en España quiere ceder ni un palmo más de competencias.

No habrá más Majestics ni pacto federal alguno, ni evidentemente ningún referéndum ni de autodeterminación ni sobre la monarquía ni sobre el pesebre de la plaza Sant Jaume. Nada queda, ningún margen para el pragmatismo ni para la gestión del ‘mientras tanto’. Y, sin embargo, la ausencia de cualquier plan sólido alternativo (que conozcamos) permite perpetuar esta posición hasta el fin de los tiempos. No sería un mal plan, ganar tiempo incluso a cambio de resultados cero, si no fuera porque Catalunya pierde tiempo en cada segundo que pasa. Porque existe una realidad que conviene llamar por su nombre y que es incómoda de escribir: ser catalán no es una idea pragmática.

Hablar catalán lo tiene todo excepto ser una idea eficaz, o eficiente, o útil: si lo seguimos hablando tiene mucho más que ver con la inercia ancestral (y con el hecho de ser una nación a pesar de nosotros) que con los resultados, el balance de beneficios y pérdidas, el pragmatismo. El problema del catalanismo o del nacionalismo o del independentismo, los tres a la vez, es que si no avanza hacia resultados tangibles el tiempo se irá comiendo la identidad. Hablar catalán puede ser bonito e incluso inevitable, pero ante un recién llegado o un adolescente que obedezca a razones puramente pragmáticas hablar catalán no es ni mucho menos la opción con más posibilidades. Por tantas razones que ya conocemos, cine, juzgados, televisión, redes, volumen de hablantes, etcétera.

Si nuestro criterio de actuación debe ser sólo el de los resultados y el del pragmatismo, el tiempo (el “mientras tanto”) nos va clarísimamente en contra. Ser catalán no es práctico, no es jugar a ningún caballo ganador, y hablar catalán no es asirse a la opción más fuerte ni en Cataluña ni en un Estado independiente como Andorra. Ser catalán, si lo evaluamos en términos puramente pragmáticos, es de ‘loser’. Otra cosa es que tengamos unas insobornables ganas de seguir existiendo, como decía Vicens Vives, o que como decía Gaudí primero sea el amor y después la técnica, o que como decía Chuchill en plena guerra si no luchamos por una cultura no sé por qué demonios luchamos. En efecto, no somos como somos por razón pragmática o eficiente sino por amor. Y aún así, o bien en la gestión del ‘mientras tanto’ hay avances tangibles o bien la idea de cultura perdedora, menguante, innecesaria, irá ganando terreno a cada hora.

El catalán está perdiendo su guerra particular y no lo hace contra Franco, sino contra el sistema autonómico y contra una Constitución que representa darle herramientas. ¿Cuál es el problema? Primero, evidentemente, que nadie en el resto del Estado nos ayuda: ni el PSOE ni Ximo Puig tienen ningún interés en lo que le ocurra a nuestro sistema de inmersión, ni les sabe mal haber tomado el pelo a ERC sobre Netflix. Y el segundo problema es que la lengua, la identidad e incluso el autogobierno son conceptos demasiado frágiles como para dejarlos a merced de un ‘mientras tanto’ de resultados mediocres.

Si Pujol no supo o no pudo pasarse al independentismo durante su presidencia fue porque confió demasiado en una fórmula de la Coca-Cola que permitía un ‘mientras tanto’ con ciertos resultados: Mossos d’Esquadra, respeto por la inmersión, mayor financiación, gestión de infraestructuras básicas como los puertos, etcétera. Y si Maragall no pudo vencer esta dinámica sin una propuesta de reforma del Estatut y un pacto nacional con ERC, es porque ésta era la única manera de obtener saltos en los resultados de una autonomía que en el “mientras tanto” ya no daba mucho más de sí. Y si de ahí se pasó a la gran movilización independentista que propició la eclosión convergente y la celebración del 1-O, es porque todo el mundo vio que cualquier resultado tangible ya no pasaba por gestionar ningún ‘mientras tanto’ sino por construir el mañana mismo.

Si hoy las movilizaciones para salvar la inmersión son escasas es, no me cabe duda, porque se ve inútil protestar sin una perspectiva de cambio. La acción sólo puede llegar a la noción de pataleta. En cambio, si hicimos vistosas cadenas humanas y ‘V’s, fue porque notábamos que empujábamos en una dirección que podía llevarnos a algún sitio. Esto es lo que ha cambiado en cuatro años: que, convertidos a un estado vegetal con las constantes vitales estables, creemos que ese estado de coma es una gestión del ‘mientras tanto’. Y no: es una acelerada aproximación al punto final.

Mientras, ¿qué podemos hacer? Pues una buena gestión del ‘mientras tanto’ sería el repuesto de liderazgos. Esto no depende de Madrid ni de los pactos de estabilidad ni de sistema de financiación alguno o de reparto competencial. Pasar página no vale sino con caras nuevas, sangre nueva e ideas nuevas, que puedan tener algún sentido del riesgo y de la creatividad y que, sobre todo, se dediquen a consolidar cada paso y no a fosilizar esta larga estancia en la UCI. Descomprimamos nuestra sanidad pública de almas en pena, de empleadores de camas estáticas y de enfermos de impotencia crónica. Esto vale tanto para los de la línea pragmática como para los de la línea confrontativa: no estamos aquí por los resultados, pero sin resultados se convertirá en un movimiento marginal. Y si el único resultado posible eran los indultos, la legislatura está terminada. Sería bueno que se dieran cuenta, más que nada porque nos están colapsando en el limbo.

EL MÓN