«Mi querida España…»

«Esa España nuestra», esa España grande, libre y unida, sobre todo unida, ha sido siempre, desde su proceso de construcción y hasta el momento mismo de su nacimiento, motivo de eterno duelo para un nacionalismo español añejo y de rancio, muy rancio abolengo. El dolor que padecía José Antonio Primo de Rivera es el mismo que sufren –no en silencio- los muy demócratas nuevos fascistas españoles, los muy conservadores populistas de las esencias patrias, y los más nacionalistas que socialdemócratas, socialistas y comunistas hispanos. Nada que decir del dolor que padecieron los forzados españoles de las colonias hasta que, después de traumáticos procesos de desconexión del dominio de la península, hicieron el recorrido que les condujo a la muy dolorosa situación de nueva colonización que todavía hoy padecen, ni del dolor que padecen quienes han de soportar la insufrible «comodidad» que les brinda un proyecto ultra-nacional con nulas posibilidades para la autodeterminación. Al parecer, aquellos colonizados y estos ninguneados españoles no tienen motivos de queja, puesto que son más los beneficios que se les ofrecen que la incertidumbre que causa la atención de sus demandas.

Esta lectura de la historia de España ha estado siempre presente en todas las reflexiones de los grandes pensadores de este sacrosanto país. Joxe Azurmendi ya ha dado buena cuenta de todas esas reflexiones, entre otros, en sus trabajos «Espainolak eta euskaldunak» y «Espainiaren arimaz», por lo que no abundaré en algo que ya ha sido por él tan bien explicado. Ramiro de Maeztu, por ejemplo, muy cercano a posiciones ideológicas de la extrema derecha, ya mostró sus padecimientos por una España que se descomponía a cada paso que daba en su fracasada historia. José Ortega y Gasset, también desde posiciones conservadoras y bastante elitistas, mostraba su pasión por una España poco vertebrada que tenía que sufrir, cual furúnculo en sus partes posteriores, el problema catalán, el irresoluble problema catalán del que solo cabía esperar una paciente contención. El «¡a por ellos!» o el «¡que nos dejen actuar!» de las fuerzas represivas que partieron de los diferentes confines de la auténtica España hacia Cataluña será, sin duda, la muestra más fehaciente de ese paciente y comedido espíritu de contención. Ahora, como antaño hicieron literatos y pensadores hispanos de todo tipo, son incontables los mediocres personajes que hacen gala de aquel dolor por la «inevitable ruptura» de España.

La historia de ese cuestionable Estado, construida a la sombra de las ideas de pensadores como Menéndez Pidal –quien aportó, entre otras, la increíble ficción de la idea de reconquista-, Julián Marías –que pudo filosofar sobre España dentro de los confines del antiguo régimen-, el exiliado Claudio Sánchez Albornoz –imbuido del espíritu nacional de la época- o de los franquistas Ricardo de la Cierva y Luis Suarez, da para un estudio profundo con el ánimo de desvelar las patrañas que se pretenden pasar por rigurosas interpretaciones historiográficas. Sobre estos últimos precedentes ha surgido un considerable número de autores de ¿libros de historia?, caso de Pio Moa, de Cesar Vidal o del hispanista Stanley G. Payne –un historiador venido a menos-, que recogen el espíritu patrio que nació a la sombra del franquismo, y de quienes han dado buena cuenta historiadores de prestigio como Paul Preston o Alberto Reig Tapia. Estos pseudo-historiadores, contando con la cercanía a las fuentes originales, han hecho una lectura tan poco edificante de estas fuentes, que llegan a resultados que obvian pasajes históricos negativos y crueles para la conformación de la idea de España. Un historiador tan poco querido por estos «historiadores», como es Pierre Vilar, en la introducción a su siempre recomendable y pequeña Historia de España, ya explicaba cuáles habían de ser los criterios por los que se debían guiar los historiadores. Ni que decir tiene que no es el caso de los ya mencionados pensadores e historiadores.

Hoy por hoy, una nueva remesa de supuestos historiadores, de inconfesables cuentistas y de oportunistas de todo tipo, hacen de la negación de las atrocidades cometidas por los actores de la historia la seña de la identidad del oficio de historiar la realidad tal y como se ha producido. Junto a los Moa, Vidal y Payne, nuevas incorporaciones a ese submundo de la mentira, con sus sospechosas aportaciones, vienen a desvelarnos, entre otras cosas, que la presencia española en América Latina no fue negativa para los pueblos conquistados. Es más, los oriundos de América tienen que agradecer al castellano, al extremeño o a los hijos de Ignacio de Loyola –como escribía Neruda- que ocuparan sus tierras y que les libraran de las atrocidades cometidas por los aztecas, mayas o incas. Del mismo modo, el Santo Oficio solo se ocupó de una misión tan noble y saludable, cual era la pureza espiritual del pueblo, al menos antes de atormentarlo, castigarlo, expropiarlo, recriminarlo públicamente y, si fuera el caso, ejecutarlo. En última instancia, la historia de las atrocidades que se le atribuyen a los españoles no tiene ningún fundamento real y no son más que el fruto de la maledicencia de galos, británicos, norteamericanos y del resto de incultos habitantes del centro y del sur de ese continente.

Si los hechos no han de afear una buena narración, por qué ha de pensarse que la historia ha de construirse sobre esos hechos, dejándose así de lado las interpretaciones objetivas de estos, aun cuando, como consecuencia, haya insoportables contradicciones entre lo narrado y lo acontecido. El relato de la famosa «leyenda negra», por el que a España se le ha de exonerar de las tropelías cometidas por sus antepasados, no anula, sin embargo, los hechos por los cuales España ha sido reconocida como un proyecto resultante de la violencia más cruenta. Ni los flamencos, ni los latinoamericanos, ni los magrebíes que padecieron la incursiones españolas en sus territorios construyeron un malicioso relato sobre España sin un soporte real del mismo.

Resulta curioso que todavía haya escribientes que hablen de leyendas negras, de campañas de oprobio contra la maltrecha España, y sigan sin reconocer en sus justos términos un pasado y un presente que lejos de ser ocultado, debiera ser estudiado en profundidad para ofrecer un proyecto diferente al que se oferta sobre la base de la negación de esas realidades históricas. Los delirantes planteamientos de Gustavo Bueno, Gabriel Albiac, Ramon Tamames…, de quienes se esperaba un mayor rigor argumental, debieran explicar esos hechos, así como la poca disposición de las autoridades políticas, sociales y económicas españolas en favor de la mejora de las condiciones sociales de su pueblo, en lugar de ocultar las barbaridades de las que no está a salvo ninguna potencia imperial, pasada y presente. Qué decir de cronistas enrolados en el periodismo de estercolero, periodismo que avergüenza a quienes sí ejercen el noble oficio de informar, o de todos aquellos fanáticos de la unidad patria –Arcadi Espada, Marcelo Gullo Omodea, José Javier Esparza, y demás- que han sustituido el trabajo de investigación historiográfico por una narrativa muy alejada de lo que realmente ha acontecido.

Hori guztia dela eta, modu demokratiko baten bidez, autodeterminazioaren bidea ikertzen ahalegindu behar da Espainiatik kanpo egoteko ahalbideak arakatzeko. Exijentzia demokratikoagatik eta premia sozialagatik, politika espainiarrak eginiko beste kultura batzuen ezeztapenari uko egiteko eta, aurrerapen ekonomikoa eman bada ere, politika kontserbadoreen ondoriozko atzerapen soziala saihesteko, autodeterminazioaren ahalbideak ezinbestean aztertu behar dira, jeltzaleek defendatutako autogobernutik haratago erabaki eskubideari eusteko.

Naiz