La reciente conmemoración del 65 aniversario de la independencia de la India y de Pakistán (15 de agosto) podría parecer un ritual sin interés más allá de las rutinas diplomáticas. Vista la celebración desde Nueva Delhi la perspectiva cambia radicalmente. El visitante interesado por la vasta y compleja transformación que está protagonizando aquel subcontinente no puede dejar de preguntarse por el impacto de la descolonización en la configuración del actual mapa político, humano y religioso de la antigua colonia británica. Y una de las evidencias más desgarradoras asociadas a la celebración de la independencia es la dificultad de superar la primera y fatal consecuencia: la sangrienta partición del país. Una partición que ha dejado heridas profundas en ambas geografías.
En Cataluña y en Europa en general se ignora la magnitud de la tragedia humana que originó la precipitada decisión de Londres a principios de 1947 de acelerar el proceso de concesión de la independencia a la India. Apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, el gobierno laborista no se veía capaz de gestionar la conflictividad surgida en todo el subcontinente a consecuencia de la fuerza creciente del movimiento independentista, liderado por Gandhi, y los frentes nacionalistas de marcado signo religioso, sobre todo hindú y musulmán. Contra la voluntad del mismo Gandhi y otros dirigentes del Partido del Congreso, los líderes nacionalistas forzaron la creación de un nuevo dominio según el Plan Mountbatten (nombre del gobernador general), que se llamó Pakistán (con dos regiones separadas: la occidental y la oriental de Bengala), con mayoría musulmana. La siguiente misión era el establecimiento de la línea concreta de la frontera. Esta operación quirúrgica tan delicada y decisiva se encargó a una pequeña comisión formada por dos miembros hindúes y dos musulmanes, presidida por el abogado Sir Cyril Radcliffe. De él dependió en muchos casos la partición concreta de territorios (por ejemplo del Punjab, dividido hoy entre Pakistán y la India), o de la atribución de las ciudades a una u otra parte (por ejemplo, Lahore en Pakistán y Amritsar en la India).
En los meses siguientes al establecimiento de la línea Radcliffe, la frontera entre los dos estados, millones y millones de habitantes de los territorios afectados se desplazaron al otro lado buscando refugio y seguridad. Se desencadenó un clima de intolerancia y de violencia entre grupos religiosos como nunca se había visto. Hindúes y sijs huían de Pakistán hacia las diferentes regiones de la India, y los musulmanes hacían camino en sentido contrario. Según un censo de 1951, los desplazamientos de población afectaron a un total de 14,5 millones de personas, de las cuales la mitad eran musulmanes y la otra mitad hindúes y sijs. Una tercera parte de estos desplazamientos se realizaron sólo en el Punjab. Se calcula que murieron alrededor de un millón de personas a causa de la violencia de unos y otros, la malnutrición y diversas enfermedades.
La literatura y el cine han reflejado este drama único de intercambio de población por motivos religiosos. ‘Train to Pakistán’ (1956), del escritor y periodista sij Khushwant Singh, es la obra de referencia (llevada al cine por Pamela Rooks), que sitúa la acción en un pueblecito de la frontera del Punjab indio por donde pasan todos los trenes entre Pakistán y la India, muchos cargados de cadáveres. En una edición de 2006 de este clásico (Nueva Delhi, Roli Books), el texto es acompañado por una amplia profusión de fotografías impactantes de la gran fotoperiodista estadounidense Margaret Bourke-White, que cubría aquella tragedia para la revista Life . Novela, film y colección de fotos conforman un retablo impresionante aún hoy del nacimiento extremadamente doloroso de dos grandes naciones en el corazón de Asia moderna. Un nacimiento a la independencia, pero también a la difícil convivencia entre estados marcados con sangre y fuego por dos religiones difícilmente reconciliables.