Memoria (1): Katyn/Buchenwald

Andrzej Wajda ilumina, con su excelente película Katyn, la otra tragedia que contiene, en su interior más recóndito, la masacre cometida por los soviéticos contra la élite de los oficiales del ejército polaco en 1940: la utilización/apropiación de esos muertos por las terribles máquinas de propaganda de los dos totalitarismos que marcaron el siglo XX. Los nazis encontraron en las fosas del bosque ruso de Katyn una historia perfecta para presentarse como los buenos y los libertadores durante la contienda, a cuenta de unos polacos a los que ellos también invadieron y masacraron. Posteriormente, concluida la Segunda Guerra Mundial y sometida Polonia al dictado de Moscú, los soviéticos atribuyeron el crimen a las tropas de Hitler (para lo cual manipularon los restos de las víctimas), lo cual les servía, de paso, para intentar borrar el pacto Ribbentrop-Molotov, mediante el cual la Alemania nazi y la URSS se repartieron el país centroeuropeo, antes de que Stalin se sumara a las potencias aliadas.

En el filme del director polaco, cuyo padre fue uno de los casi 22.000 militares asesinados y enterrados en esa zona de Smolensk, vemos que la mentira es un artefacto reversible y moldeable a placer, mientras la verdad aparece como algo imposible de alcanzar y establecer, ya desde el momento previo de la matanza, cuando la maquinaria del NKVD (la policía secreta soviética precursora del KGB, la misma organización que eliminó a Andreu Nin, el escritor y dirigente del POUM) hace todo lo posible para que ni los oficiales hechos prisioneros ni sus allegados puedan sospechar lo que les espera. ¿Cuán importante es para los polacos que se reconozca oficialmente hoy la autoría de ese crimen? Es una pregunta que nosotros podemos hacernos ahora, desde Barcelona, pensando también en Andreu Nin, en el president Companys, ejecutado por los franquistas tras un juicio farsa, en los 172 hermanos maristas que fueron traicionados y asesinados por dirigentes de la FAI con cargos en la Generalitat, en Manuel Carrasco i Formiguera, el líder de Unió que huyó de Catalunya por las amenazas anarquistas y que, finalmente, fue eliminado por orden de Franco, o en miles de víctimas anónimas del fanatismo armado de unos y otros.

Para los polacos (como para cualquier pueblo que soporta los efectos devastadores de muchas violencias superpuestas y cruzadas) es imprescindible que se desvele la verdad de los hechos traumáticos del pasado que se proyectan sobre el presente, sean quienes sean, en cada caso, los responsables de los crímenes. No para medir y comparar los niveles de odio, crueldad y deshumanización, lo que sería absurdo además de un insulto a todos los muertos. Sólo para que el dolor individual pueda empezar a elaborar el duelo y el dolor colectivo encuentre un cauce constructivo, lejos del rencor. Una tarea ardua, si hablamos de lo ocurrido en Katyn, pues se debe hacer rompiendo los moldes, enquistadísimos, de la doble mentira, alimentada a lo largo de décadas. Setenta años después de aquel horror, Rusia ha hecho ya algunos gestos oficiales reconociendo el papel de la antigua URSS en la matanza de Katyn, un camino difícil y repleto de zonas oscuras, dado que mucha información sigue clasificada como «secreto de Estado». Veremos si la reciente tragedia del accidente del avión en el que viajaban el presidente y varias autoridades de Polonia agranda o reduce la desconfianza entre ambos países.

Desde Buchenwald, el pasado domingo, al cumplirse el 65.º aniversario de la liberación del campo de concentración nazi en ese lugar, Jorge Semprún, el célebre escritor que fue deportado como otros republicanos españoles, recordó también la reversibilidad ideológica de la mentira y del crimen. Tras la Alemania del Tercer Reich, la República Democrática Alemana, tutelada por Moscú, encarceló en el campo de Buchenwald a los que consideró enemigos del régimen. Se trata de una siniestra coincidencia que puede ser pedagógica para las nuevas generaciones porque, como recuerda Semprún, «por aquí pasó la barbarie nazi y pasó también la barbarie comunista; de modo que Europa debe saber qué monstruos debe seguir combatiendo, y eso es especialmente nutritivo para la construcción de un continente fuertemente democrático». En este mismo sentido, es muy recomendable el libro Republicanos españoles en el Gulag (1939-1956), de la investigadora rumana Luiza Iordache, editado por el Institut de Ciències Polítiques i Socials. Este estudio contribuye de manera especial a explicar la complejidad de una memoria con muchos más acentos y matices que lo que se desprende de ciertas estampas pintadas con trazo grueso. Hoy, Katyn no se puede analizar sin Buchenwald y, a su vez, Buchenwald (el nazi y el estalinista) no se puede analizar sin Katyn (un lugar de memoria que fue sucesivamente violado por unos y por otros). Katyn y Buchenwald no pueden observarse como partes aisladas, son escenarios de un relato general que nos integra y, a la vez, nos interpela. Todo va con todo, puesto que, como señala el filósofo Avishai Margalit, «es difícil transmitir recuerdos de hechos totalmente aislados y de hombres pertenecientes a historias completamente diferentes».

Uno de los personajes de Wajda trata de justificar el silencio sobre los verdaderos verdugos de Katyn relativizando la importancia de la identidad de estos: «¿Qué más da que sean soviéticos o alemanes? A los nuestros nadie les devolverá la vida. Debemos sobrevivir, perdonar, seguir viviendo». Este personaje se engaña pues sabe que, sin acceso a la verdad, todo lo que se construya será precario y hueco, y no habrá espacio para nada parecido al perdón. Sin verdad, los muertos nunca pueden dar la mano a los vivos.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua