Cada generación tiene el derecho -y quizás la obligación- de intentar conseguir aquello en lo que ha fracasado la anterior. En cambio, no sé si cada generación también tiene el derecho -o está condenada- a cometer los mismos errores y sufrir los mismos fracasos. Porque, dicho con toda la franqueza y el dolor, esa es la sensación que tengo cuando se vuelven a poner las esperanzas en lo que, ni en las circunstancias históricas y políticas más favorables, nunca ha dado el resultado prometido.
Dicen que hay una nueva generación cada veinte o treinta años. Pero como todo se acelera, podría ser que con quince años, de 2006 a 2021, ya tengamos por delante una nueva generación política dispuesta a sustituir a la anterior. Después de todo, si el cambio de generación se produce a raíz de un evento que marca de manera disruptiva una determinada manera de ver el mundo, el referéndum del 1-O de 2017 y el marco represivo posterior podrían explicar esta precipitada renovación generacional -si no por edad, en espíritu- que se está materializando ahora mismo.
La «generación autonomía» nació con la Constitución de 1978 y el Estatuto de 1979. Veinticinco años después no sólo estaba agotada sino que el modelo se había degradado y se descubría el engaño que se había construido sobre el horizonte autonómico. Sus líderes, del primero -que había hecho todo lo posible por tapar sus debilidades- hasta los últimos -que habían intentado revivir con el Estatuto de 2006-, fueron expulsados del mapa con un fracaso inapelable. Fue entonces que comenzó a aparecer la «generación independencia». Su ocupación del espacio político culminaría con la celebración del referéndum del 1-O de 2017, pero sería dramáticamente expulsada por la brutal intervención unilateral del Estado españpl, con la suspensión del Govern y el cierre del Parlament y la posterior represión judicial.
Ahora, con un impresionante despliegue mediático, la mística del diálogo y la concordia, de la gestión y la colaboración, está facilitando la definición de un nuevo tiempo político y quizás la aparición de una nueva generación. Una generación que nace marcada por la nueva experiencia de una dura represión y que crece en la vieja esperanza de un «Lo volveremos a probar» autonomista, en abierta contradicción con aquel «Lo volveremos a hacer» soberanista.
No sé cómo se debería llamar a esta nueva generación y a todos los que se afanan por apuntarse a ella y apuntalarla. El adversario parece que quiere decir «generación rendida», «generación arrepentida» y aún «generación vencida», tal como explícitamente la han considerado los dirigentes socialistas. Más cortésmente podríamos llamar «generación resignada», atrapada por el miedo y el dolor de la represión, desmoralizada por el desconcierto de un fracaso no previsto y sobre todo aturdida por la sensación de debilidad ante el Estado.
Mi opinión es que no será necesario que pase mucho tiempo para descubrir que las bases de esta esperanza que nace envejecida son ilusorias. No nos acercarán a la amnistía y la autodeterminación que promete el nuevo govern. Ni siquiera garantizarán la inversión pública que no se ha hecho nunca, ni disminuirán la depredación fiscal, ni mejorarán el respeto a la especificidad lingüística y la diversidad cultural del país. ¿De verdad cree el president Pere Aragonés que alcanzará los avances que no lograron todos los anteriores governs en cualquiera de estos terrenos? ¿Lo creen los propagandistas que apoyan este neoautonomismo?
No sé si el independentismo todavía tiene prisa para poder tratar a España en igualdad de dignidad nacional, o si ya se ha resignado a una espera indefinida. Lo que parece claro es que nadie tiene una estrategia para retomar el camino y que el neoautonomismo le ha quitado la iniciativa. En definitiva, que volvemos al ‘ir tirando’… y al ‘me da lo mismo’.
ARA