Con una tenacidad digna de mejor causa, los partidos han conseguido que su vida interna de cada día ocupe todo el espacio informativo. Entretanto, han ido abandonando el terreno de la discusión verdaderamente política. Ya no debaten programas ni ideologías, cuestiones reducidas a cuatro pobres tópicos, sino que exhiben corruptelas y puñaladas. Exagerando, podríamos decir que Zaragoza e Iceta, Madí y Homs, son más noticia que Montilla y Mas, suponiendo que estos últimos –y es bastante suponer– simbolicen líneas ideológicas de fondo. Es un hecho fácil de contrastar: en las páginas de política se acaba hablando fundamentalmente de los partidos y sus conflictos internos, mientras el debate político se tiene que refugiar en las páginas de opinión, hecho por aficionados. Los partidos y sus dirigentes se limitan a los tacticismos electorales, siempre con el ojo puesto en los movimientos del adversario, tanto exterior cómo, sobre todo, interior. Lo que les ocupa, pues, es el poder: cómo conseguirlo, como conservarlo, como aumentarlo. Y la consecuencia es aquello que con farisaica cara de sorpresa los políticos llaman “la desafección política de los ciudadanos”, y que, visto desde el terreno de los ciudadanos, no es otra cosa que “el desprecio por el ciudadano politizado”.
Mi opinión es que la causa principal de esta gravísima circunstancia se encuentra en el hecho que los partidos son unas instituciones de dimensiones desorbitadas. Primero, son maquinarias excesivas para el reducido número de militantes que tienen. Y, por lo tanto, los presupuestos y el número de personal que depende, son desmesurados. En segundo lugar, los partidos están sobredimensionados en relación a su mismo papel social. Nadie discute su necesidad en democracia, es claro. Pero se otorgan un papel y un liderazgo que ni tienen, ni deberían tener. Habría que adelgazar, en general, el papel del Estado y, de paso, el de la administración pública sobre nuestras vidas. Los gobiernos tendrían que dejar libres zonas más amplias de nuestras vidas, ahora tuteladas de manera abusiva. Y los mismos partidos tendrían que reducir sus pretensiones.
Finalmente, y en tercer lugar, el origen de todos los casos de corrupción, incluso cuando la mantienen dentro de los márgenes de la legalidad vigente, se debe de al hecho que los partidos son estructuras económicamente insostenibles. Casos como el que vive el PP español, y particularmente el valenciano, son el resultado de esta dimensión que obliga a unas formas de ingeniería financiera muy complejas en las que es muy fácil que algún vivo saque provecho y, con su incompetencia, lo acabe poniendo todo al descubierto. No tenemos datos transparentes ni de los ingresos y los gastos anuales –reales– de los partidos, de la cantidad de empleados –reales– que tienen, y sobre todo, no tenemos estos datos en relación con otros países, en función del número de población. Y me temo que, en esto, batiríamos récords mundiales.
Cuando los partidos gobiernan, tienen la ventaja –por inmoral que sea– de poder desviar parte de la actividad partidista a la misma administración. colocan gente que, de hecho, trabaja para el partido y no para los ciudadanos. Y, cuando se gobierna o cuando desde la oposición se puede marcar la acción de gobierno con la actividad legislativa, se puede conseguir que parte de los gastos del partido –electorales o de otros tipos– sean asumidos por empresas públicas y privadas. En nuestro país, los controles judiciales, pero también los periodísticos, más que laxos, se tiene que decir que prácticamente no existen y, cuando se descubre un abuso, suele ser por carambola. Para los partidos, mantenerse en el poder, o conservar una pequeña cuota, más que un desafío patriótico es un verdadero problema laboral.
Si la crisis económica ha llevado a muchas empresas a tener que revisar sus tasas de productividad y a entender que si no son competitivas tendrán que cerrar, la crisis de confianza política, expresada de manera nítida por la alarmante indiferencia electoral, tendría que conducir a reflexiones similares a los partidos políticos. Si los partidos son estructuras laboralmente sobredimensionadas, si son económicamente insostenibles, si la productividad es escasa a la vista de los resultados que obtienen, si son incapaces de atraer el interés de los perfiles profesionales de excelencia, quizás también tendrían que pensar en la aplicación urgente de un expediente de regulación de ocupación a sus propias estructuras, digan lo que digan los sindicatos (que, puestos a hacer amigos, diré que también tendrían que seguirlos con el ejemplo).
Estos partidos insostenibles por desmesurados, inevitablemente, se han convertido ellos mismos en noticia. Peor: se han convertido en el principal problema político del país. Pongamos el caso de ERC. ¿Qué ha habido de verdaderamente ideológico y político en las disensiones que lo han traqueteado desde su gran éxito electoral de 2003 hasta ahora? En el fondo, nada relevante de veras. El problema de ERC ha sido el de un crecimiento desmesurado de su propia estructura y del personal en nómina sin poder desarrollar mecanismos de organización democrática de liderazgo y jerarquía aceptados por todo el mundo. Entretanto, su política se ha visto sometida a los durísimos criterios de supervivencia laboral: la heroicidad de dejar el gobierno comportaría la pérdida de centenares de puestos de trabajo y quizás una suspensión de pagos. ERC, por muy de izquierdas que fuera, de la noche al día se convirtió en un nuevo-rico. Y esto le ha pasado factura.
Mi opinión es cruda: los partidos tradicionales no son ni serán capaces de aplicarse la medicina que recomiendan al resto de la sociedad sobre la excelencia, la productividad o la internacionalización. Viven atrapados en los mecanismos medievales del vasallaje y la fidelidad al partido, en la insostenibilidad de sus estructuras y en el cierre autista dentro de la ratonera nacional que los atrapa. Los partidos tradicionales no están en condiciones de encarar el reto político de fondo que tiene nuestro país. Y, por lo tanto, sólo podemos confiar en organizaciones con nuevas estructuras, ligeras y ágiles, sostenibles y transparentes, capaces de rendir cuentas, en contacto directo con el ciudadano con conciencia política, que permitan resquebrajar la ratonera nacional y hacer posible que todo el mundo, también los que ahora están atrapados, avance hacia la madurez y la libertad política a que aspiramos.
Profesor de sociología de la UAB, periodista, sociólogo y escritor.