Con el fin de solucionar un problema, parece que una condición importante es procurar definirlo bien. Y definirlo bien, especialmente en el ámbito político, requiere, como mínimo, tres cosas. Primero, saber escoger cuál es la cuestión básica o decisiva a considerar. Obviamente, además de esta cuestión habrá otras –de carácter económico, social, cultural– que se entrelazan con la primera, pero resulta improcedente mezclarlas de entrada. Segundo, caracterizarlo con la máxima precisión posible. Eso requiere tanto un esmerado tratamiento conceptual como incluir todos los datos empíricos que le son relevantes. Y tercero, hay que saber dónde dirigirse para buscar las posibles soluciones en el ámbito de la teoría y de la política comparada (Isaiah Berlin decía que las preguntas que se hacen en filosofía o ciencias sociales sólo son inteligibles si sabemos dónde buscar las respuestas).
La principal cuestión de fondo en las democracias plurinacionales es, quizás, la de su demos. En casos como Bélgica, Canadá, el Reino Unido o España, este reto se puede resumir en la expresión: “una democracia, diversos demos nacionales”. Las reglas de los estados de derecho de estos contextos, si quieren ser justos (y sobrevivir) tienen que dar respuesta a este reto en los derechos individuales y colectivos, en la división de poderes, en las instituciones y procedimientos de decisión (reconocimiento, cotas de autogobierno en el ámbito interno e internacional, regulaciones asimétricas, derechos de veto). Alexis de Tocqueville señaló, en la primera mitad del XIX, que la “tiranía de la mayoría” era uno de los principales peligros de las democracias. Este peligro tiene una clara concreción en el pluralismo nacional de aquellos estados.
¿Cuáles son las respuestas que ofrece la política comparada para tratar superar este reto? Se resumen en tres modelos: confederalismo o federalismo plurinacional, instituciones de consenso (consociativas) entre mayorías y minorías permanentes (Bélgica, Suiza), y reglas para la secesión. Son soluciones que pueden establecerse por separado o bien combinarse entre sí. En todos los casos lo que se apunta son fórmulas que faciliten un “escudo de protección” a las minorías ante las decisiones, procedimientos y presiones de las mayorías nacionales. Se trata más de un reto de protección liberal de las minorías que de un reto democrático de participación de estas en las instituciones del Estado. La política comparada muestra que la solución más adecuada depende de cada caso concreto (historia, situación internacional, cultura política, etcétera). En el caso español, los dos primeros tipos de soluciones se han revelado imposibles de establecer. La cultura política de los dos principales partidos nacionalistas españoles (PP, PSOE) no permite llegar a este tipo de soluciones. Tanto las concepciones unitaristas y de conservadurismo tradicional del PP, como las jacobinas y uniformistas del PSOE reflejan un fondo cultural común, intelectual y moralmente desfasado, y nada pluralista en términos nacionales.
Es un tema estructural. Afecta al marco conceptual y práctico desde donde esos partidos piensan la democracia. La situación política actual refleja un contraste entre dos visiones sobre lo que tiene que ser un Estado de derecho en una sociedad plurinacional del siglo XXI. Un contraste, de momento irreductible, entre una visión uniformizadora –incluso cuando plantea pretendidas “reformas federales”– y una visión de cambio independentista dada la imposibilidad práctica de proceder a un verdadero reconocimiento y acomodación política de Catalunya, en tanto que realidad nacional diferenciada, en el marco político español. En Catalunya, el optimismo político ha acostumbrado a administrarse con cuentagotas; el pesimismo, a paletadas. Pero buena parte de los ciudadanos ha empezado a hacer una revolución intelectual y práctica parecida a la que hace unos años hizo al Barça: establecer un modelo y un proyecto propio, y vencer el histórico pesimismo y sus derivadas.
La política catalana parece apuntar que las generaciones actuales han decidido hacer anticuada la reflexión escéptica de Gaziel hace más de cuatro décadas (Historia de ‘La Vanguardia’): “Hace falta no perder nunca de vista que el sentimiento catalán es una realidad vivísima, probablemente indestructible pero difusa, pasiva, sin nervio, que sólo surge y actúa en raros momentos excepcionales y siempre –¡eso es terrible!–, no por propio impulso y vigor, sino hurgada y herida por exteriores ofensas. Es la injusticia ajena lo que la mueve, más que la conciencia de la justicia propia”. Lo comprobaremos en el próximo trienio (2014-2016). Vienen tiempos interesantes, de historia abierta, de marcos internacionales. Quizás tiempos poco líricos, salpimentados con una épica contenida, casi estoica, y que habrá que gestionar con mucha racionalidad, a veces con contundencia y, siempre, con mucha inteligencia emocional. Retengamos en R. Aron: “A pesar de que hayamos perdido el gusto por las profecías, no podemos olvidar el deber de las esperanzas”. La mayoría de los ciudadanos de Catalunya y sus instituciones han interiorizado que la independencia es posible. Ahora lo tienen que hacer probable. Y luego, irreversible.
La Vanguardia