Maquiavelo odiaría a Trump

Uno de los riesgos profesionales de los filósofos es que un día uno puede acabar asociado a ideas que son exactamente lo opuesto a lo que uno realmente defendía, o que, por lo menos, ignoran los aspectos más importantes de su visión del mundo. Friedrich Nietzsche está condenado a ser asociado a una especie de nihilismo adolescente melancólico que sin duda habría rechazado. A Albert Camus se le mete constantemente en el mismo saco que a sus enemigos, los existencialistas franceses. El propio Francis Fukuyama, de Persuasión, sigue luchando contra la falsa acusación de que afirmó que no habría más acontecimientos históricos después de 1989.

A este panteón de incomprendidos podemos añadir a Niccoló Maquiavelo. En el imaginario popular, el hijo más famoso de Florencia representa una variedad extrema del realismo, una ética del “poder hace la razón” que justifica casi cualquier acción en función de los resultados esperados. Y sí, la obra más conocida de Maquiavelo es ‘El Príncipe’, publicada en 1532, en la que ofrece consejos a los gobernantes que buscan consolidar su poder sobre las ciudades-estado de Italia. Cuando pensamos en Maquiavelo, pensamos en máximas inflexibles contenidas en esa obra como “Es mucho más seguro ser temido que amado” y “Los hombres deben ser tratados con generosidad o destruidos”.

Ahora que Donald Trump ha vuelto al poder, parece natural que los comentaristas recurran al ‘Príncipe’ para explicar la particular crueldad de su nueva administración. No es difícil encontrar artículos que utilizan al Príncipe para explicar por qué Trump es el genio maquiavélico de nuestro tiempo (1). Uno de los más convincentes en este género fue publicado recientemente en estas páginas por Jeff Bleich, quien sostiene que las acciones de Trump “han sido una aplicación deliberada y coherente del manual de 500 años de antigüedad de Maquiavelo para convertir una democracia en una autocracia”. Señala cómo, entre otras cosas, Trump ha lanzado fuego y furia contra antiguos aliados convertidos en rivales, muy en línea con el consejo de Maquiavelo al príncipe sobre la consolidación de su poder. También podríamos agregar el hecho de que Maquiavelo estaba obsesionado con la gloria nacional y probablemente habría admirado la doctrina de política exterior de Trump de centrarse agresivamente en la esfera de influencia de Estados Unidos en el hemisferio occidental.

Sin embargo, hay razones convincentes para pensar que, a pesar del evidente realismo maquiavélico de Trump en algunos ámbitos, Maquiavelo habría odiado a Trump y todo lo que representa. Unos años después de ‘El príncipe’, escribió los ‘Discursos sobre las Décadas de Tito Livio’, un comentario sobre los primeros diez libros de la ‘Historia de Roma’ de Livio, que generalmente se considera una presentación más fiel de sus opiniones fundamentales. Estas opiniones eran de naturaleza republicana con r minúscula; si entrecerramos los ojos, incluso eran bastante liberales desde el punto de vista filosófico. Forman parte de una tradición que se remonta a la antigua Roma y que influiría en los Padres Fundadores de Estados Unidos e informaría muchas de las primeras concepciones liberales de la libertad. Si bien Maquiavelo ciertamente escribió su famoso «espejo para príncipes» (con la esperanza en parte de que al hacerlo convencería a los Medici de que le dieran un trabajo), no ocultó que su forma de gobierno favorita no era un principado sino una república regida por la ley, que consideraba superior tanto pragmática como moralmente.

Si ‘El Príncipe’ se considera una especie de guía para populistas, los ‘Discursos’ pueden considerarse un manifiesto antipopulista. El término “populista” es aquí algo anacrónico: la palabra tiene su origen en los populares romanos, la facción que en el siglo I a. C. afirmaba estar del lado del pueblo contra el senado patricio. Maquiavelo deja claro que cree que los populares llevaron a la “ruina de Roma” y prepararon el terreno para la muerte de la república y el advenimiento de César. ¿Por qué? Porque ellos y sus predecesores afirmaban ser amigos del pueblo mientras trabajaban en secreto para socavar su libertad.

Tomemos como ejemplo esta anécdota sobre Espurio Casio, un hombre que prefiguró los populares al intentar sobornar al pueblo mediante la promesa de una redistribución económica. Maquiavelo relata que “Siendo un hombre ambicioso, este Espurio quería apoderarse de una autoridad extraordinaria en Roma y ganarse el apoyo de los plebeyos haciéndoles muchos favores”. Pero en ese momento, el pueblo aún no estaba corrompido, con el resultado de que “cuando Espurio habló al pueblo y ofreció darles el dinero que se había obtenido del grano importado por el Estado desde Sicilia, se negaron rotundamente, creyendo que Espurio estaba tratando de darles el precio de su libertad” (2).

Lo importante no es que Espurio intentara redistribuir los recursos entre el pueblo, sino que lo hiciera, según Maquiavelo, en contravención de las leyes y con el fin de aumentar su propio poder. Este tema surge una y otra vez en el análisis que hace Maquiavelo de los tiranos y los aspirantes a tiranos, desde los efímeros decenviros del siglo V a. C. hasta los populares de finales de la República y el propio César. Lo que más condena Maquiavelo es la dominación de determinados hombres. Lo que más elogia son los momentos en que “se pusieron en marcha salvaguardas para que [los líderes] no pudieran abusar de su autoridad”.

Podemos reconstruir una serie de argumentos de principios en los ‘Discursos’ sobre por qué el populismo es corrosivo para el gobierno republicano y por qué debería ser rechazado por cualquiera que quiera salvaguardar la libertad.

En primer lugar, el populismo amenaza el Estado de derecho. La ley, según Maquiavelo, es el requisito esencial para la libertad. Su poder coercitivo impide que otros infrinjan nuestras libertades, se involucren en la corrupción cuando ocupan una posición de autoridad o instituyan un régimen autoritario. La ley también puede utilizarse para equilibrar las voces de los ricos y los pobres instituyendo una legislatura bicameral en la que cada clase tenga el poder de mantener a raya a la otra. Además, sirve como bálsamo contra la ira pública: si la gente confía en que las reglas del juego se aplican por igual al hombre de gran prestigio y al hombre de pocos medios, es menos probable que considere que el sistema está amañado. Por último, la ley sustituye al caos de las ‘vendettas’ privadas y personales, de modo que uno puede “disfrutar de sus posesiones sin preocupaciones [y] no sentir temor por su propia seguridad”. Esto permite al Estado cosechar los frutos de una ciudadanía ambiciosa y activa que emprende sus diversos proyectos en paz (3).

Todos estos son argumentos conocidos en favor de los beneficios del Estado de derecho. Es sorprendente oírlos de boca de un escritor como Maquiavelo, cuyo pensamiento hoy se interpreta de una forma bastarda que equivale a poco más que “hacer lo que sea necesario para triunfar”. Pero Maquiavelo creía que las repúblicas sólo prosperan cuando los gobernantes y los ciudadanos no hacen lo que sea necesario para triunfar. Sostenía que si los intereses privados compiten por influir en las instituciones del Estado, doblando o reescribiendo las leyes para servir a objetivos de corto plazo, la corrupción y la servidumbre son el resultado inevitable. Como dijo el historiador JGA Pocock, “el Maquiavelo verdaderamente subversivo no era un consejero de tiranos, sino un buen ciudadano y un patriota”.

Pero Maquiavelo fue más allá. Como la mayoría de los republicanos de la tradición romana, supuso que la mayor influencia corruptora del Estado –y de la independencia del pensamiento en sí– es el dinero. El dinero hace que la gente sea egoísta: si su riqueza está vinculada a la tierra o al comercio y tienen un interés personal en la forma en que se gravan o regulan estas cosas, difícilmente serán jueces imparciales del bien público. No se debe permitir que los magistrados ricos influyan en el proceso de elaboración de leyes con sus propios intereses financieros, ni que doblen la ley para proporcionar “favores especiales” a sus aliados. Una política en la que los legisladores organizan una ciudad “según las necesidades de su propia facción” es, para Maquiavelo, poco mejor que la esclavitud. El arte de la política, por tanto, consiste en encontrar formas de cultivar la virtud tanto de una ciudadanía que esté preparada para resistir el canto de sirena del populismo como de una clase legisladora que gobierne con vistas al bien común en lugar del bien de una facción o interés particular.

En este sentido, Donald Trump y sus aliados son la encarnación de todo lo que odiaba Maquiavelo. Hubiera sospechado desde el principio de un príncipe multimillonario que designara a otro multimillonario (Musk) como su aliado y lugarteniente más importante. Hubiera quedado consternado cuando esos multimillonarios empezaron a repartir enormes sumas de dinero a sus partidarios durante una elección; cuando reemplazaron funcionarios públicos imparciales por aliados ideológicos; cuando perdonaron a criminales que habían intentado perturbar la transferencia pacífica del poder (tras rebelarse contra las leyes para mantener a uno de esos hombres poderosos en el cargo); y cuando amenazaron con desobedecer a cualquier juez que se interpusiera en su camino. Estas acciones son corrupción de manual según el pensamiento de Maquiavelo.

El problema es que el populismo, por supuesto, no carece de base legítima: esto era cierto en la Roma republicana, en la época de Maquiavelo, y es cierto hoy. Los populares podían señalar que el Senado no estaba por encima de la corrupción y los favores especiales, y que había buenas razones para querer aumentar la voz de la gente común. Asimismo, hoy existen problemas reales con el sistema que Trump y Musk están tratando de desmantelar. El Estado de derecho en Estados Unidos se ha convertido en algo más parecido al gobierno por regulación, asediado por la esclerosis y la inacción. Y la clase política contra la que Trump despotrica difícilmente puede negar las acusaciones de que es insular y elitista.

Pero, como Maquiavelo sabía hace siglos, el remedio populista es peor que la enfermedad, especialmente cuando la administran hombres ricos y poderosos que muestran todos los signos de megalomanía y están dispuestos a pisotear el orden establecido para conseguir lo que quieren. El populismo se basa en un modelo de relación entre gobernante y gobernado que es corrosivo para la aplicación justa de la ley. Reemplaza los símbolos nacionales universales por el personalismo del líder y amenaza con ampliar cada vez más el papel del dinero en la política. Socava cualquier esperanza de que el sistema esté orientado hacia el bien común en lugar del bien de quienquiera que esté en el poder en ese momento. Y todo esto lo hace pervirtiendo una forma de gobierno -el republicanismo- que, como reconoció Maquiavelo, está en directa contradicción con el proyecto populista de acumular poder personal a través de cargos electivos mientras se afirma que se habla en nombre del pueblo.

Lejos de ser el genio maquiavélico de nuestro tiempo, las acciones de Trump harían llorar a Maquiavelo.

(1) Sigo viendo afirmaciones de que el propio Trump ha leído y admirado El Príncipe , aunque no puedo encontrar ninguna evidencia contundente de ello.

(2) El énfasis es mío.

(3) Como señala Quentin Skinner, el análisis que hace Maquiavelo de la ley se basa en su visión profundamente pesimista de la naturaleza humana. Sólo instituyendo un conjunto integral de leyes que prevengan prácticamente cualquier situación, una república puede tener la esperanza de superar la corrupción natural de los individuos y su propensión a buscar egoístamente el poder para sí mismos en lugar del bien de la comunidad.

PERSUASION

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