En el decimoquinto episodio de ‘Santa Eulàlia’ repasamos con el profesor de Antropología de la UB Manuel Delgado la trayectoria y los frutos del “modelo Barcelona”
En Barcelona ha ganado lo bello por encima de lo humano. El autor de esta tesis es el profesor de Antropología Manuel Delgado, uno de los críticos más lúcidos y afilados del modelo Barcelona que desarrolló Pasqual Maragall y con el que el gobierno de Ada Colau no ha podido, o no ha querido, romper por completo. En el decimoquinto episodio de Santa Eulalia, analizamos con Delgado el peso del maragallismo, la idea de un nacionalismo barcelonés, el papel influyente y poderoso de los arquitectos en Barcelona, el urbanismo táctico y la recuperación de las calles. Delgado mira la ciudad con una interrogación vibrante y con cierta nostalgia, pero no desde hace mucho. Desde la década de los 2000, dice él.
Una ciudad-estado sin conflictos
La intención de este modelo Barcelona era también crear una tercera vía para el país. Para Delgado, para el PSC, la alternativa al conflicto nacional era otra nación: Barcelona. Miraban al referente de Atenas y las ciudades renacentistas italianas para hacer “una ciudad filosófica”. “Una opción entre el nacionalismo de reverberaciones carlistas, tradicionalista, solariega, que era el nacionalismo catalán encarnado por Convergència, y el nacionalismo español, siempre lejano e irrelevante. Era la opción socialista de crear un tercer patriotismo, en este caso específicamente urbano y específicamente barcelonés”.
Hasta entonces, dice, “Barcelona era un cúmulo de barrios, desagregados de un centro prácticamente irrelevante. Había que construir una nueva identidad, una nueva patria, era el nacimiento de una nación: Barcelona. Tampoco era nuevo, era una herencia del ‘noucentisme’: la Catalunya ciudad”. Este relato llegó al cenit con los Juegos Olímpicos, con los que “quiso presentarse Barcelona como el anti-Sarajevo: mientras en una parte del Mediterráneo la gente se mataba, aquí se daban la mano”.
La ciudad-espectáculo
La otra característica que Delgado identifica en el modelo Barcelona es la conversión de la ciudad en un espectáculo continuo: “El espectáculo es el buen rollo, una mezcla de buen rollo y diseño. Es la preocupación por la escenografía que ha tenido siempre el Ayuntamiento de Barcelona, que ha querido festivalizar todo. Barcelona se convirtió en la capital del neobarroco”. Otro ejemplo es la implementación de las fiestas de la Mercè, que fue “un intento de acallar la voz identitaria de los barrios”.
La importancia de la arquitectura y el urbanismo en Barcelona “era una forma de festivalizar el espacio de volúmenes de mayor duración, que no fueran tan efímeros como los fuegos artificiales de la Mercè”. «Hay una apuesta por la grandilocuencia ornamental, en la que justamente porque estamos en la sede del neobarroco todo es ornamento». La crítica de Delgado es que esta obsesión «ha convertido a los ciudadanos de Barcelona en turistas de su propia ciudad». “Se anima a la gente a realizar operaciones características del turismo: ver y no tocar, participar únicamente como espectadores. La única diferencia es que viven aquí”.
A los “arquitectos-príncipes”, tan influyentes en la vida pública durante los años dorados del maragallismo, y hoy todavía, les otorgaron “la responsabilidad de demostrar que si cambias la forma urbana, automáticamente, cambias las relaciones sociales que se producen en su seno. Si haces una ciudad arreglada, el mundo se arreglará. Si haces calles ordenadas, el mundo se ordenará. Y si haces una arquitectura amable y pomposa, las relaciones sociales serán pomposas y libres y formales. Pero no es verdad. La miseria es la miseria. La desigualdad es la desigualdad. Ya puedes ponerle proyectos y planos que no lo conseguirás someter”.
Urbanismo táctico: «Transformar la ciudad sin transformar nada»
Según Delgado, el gobierno de Ada Colau es en cierto modo «la continuación del modelo Barcelona», pero «no en el contenido formal o estético, sino en el contenido moral». «Con la idea de un capitalismo de izquierdas que blinda sus operaciones con altos valores morales, que es lo que hizo el maragallismo», dice. Delgado es crítico con Colau y el gobierno de los comunes, pero empatiza con ellos porque cree que hacen lo que pueden, y que «no pueden hacer nada porque no impugnan el sistema responsable en última instancia». «Son gente que ha decidido que ya que no puede vencer al capitalismo, lo que puede hacer es participar». «El problema del planeta es mucho más grave y puedo asegurar que el urbanismo táctico no lo soluciona», ironiza.
Es precisamente en el urbanismo donde se ve cómo Colau trata de resucitar el maragallismo original, buscando una contraposición con Joan Clos o Jordi Hereu, a quien se acusa de haberle traicionado. Hay diferencias importantes, como que “el primer maragallismo hacía una apuesta por el diseño, y ahora la apuesta es por lo que tiene un aspecto deliberadamente anticuado”. “Pero el principio es el mismo: generar una ciudad moralmente elevada, que de una forma u otra no sólo es bonita, sino que hace una contribución al bien de la humanidad”. El objetivo es “transformar la ciudad sin transformar nada”: “Crear supermanzanas, en el sentido literal de la palabra, que pueden vivir el sueño de clase media de un mundo apaciguado a expensas de quienes no tienen la suerte de vivir ni de poder pagar lo que costará vivir en una supermanzana”.