Lugar del progreso y la reacción

La tercera ronda de consultas populares sobre si se está de acuerdo con que «la nación catalana acabe siendo un Estado de derecho, independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea» – una pregunta que ha sufrido algunas variaciones en según qué ciudades- sigue siendo un fenómeno difícil de mesurar socialmente, de domesticar políticamente y de predecir electoralmente. Primero, difícil de mesurar en su envergadura porque las consultas se están desarrollando desde unas bases organizativas verdaderamente modestas, en algunos casos superando obstáculos más o menos sutiles, más o menos descarados. De manera que no podemos comparar los resultados de estas con los que se obtendrían en una consulta realizada en un marco institucionalmente formal, con todo el gasto público que acostumbra a acompañar tales convocatorias y todo el despliegue informativo oficial para favorecer la participación electoral. Si además contamos con que en el censo de las consultas se han incluido los jóvenes de 16 y 17 años y los residentes extranjeros, entonces, con más razón, es imposible contrastar datos.

En segundo lugar, las consultas son difíciles de domesticar políticamente. Es decir, resulta muy complicado interpretarlas en los marcos conceptuales habituales. No es de extrañar que la propuesta independentista pueda ser considerada ya un «atajo peligroso», ya «una aventura que no se sabe hacia dónde nos lleva». Y, en cualquier caso, se presenta como una expresión de radicalidad, un «polo» extremo que se opondría al del españolismo más recalcitrante y, para seguir en el tópico, uno alimentaría al otro hasta, quizás, coincidir en sus estrategias. Pero el independentismo también puede ser considerado como una expresión de seny ante el fracaso de un Estado de las autonomías que «no se sabe hacia dónde nos lleva» y, en cualquier caso, supone la elección de un largo y arduo camino – para nada un atajo-para salir de un marco político que se ha demostrado democráticamente insatisfactorio.

Tampoco es posible, de momento, adivinar la hipotética influencia de las consultas en los resultados electorales. El ciudadano ha aprendido a votar con inteligencia, es decir, con cálculo. Y en las próximas elecciones, en las que está en juego un posible cambio de mayorías, los catalanes echarán sus cuentas. Quizás algunos no esperen mucho de un probable cambio de gobierno y prefieran arriesgar por un futuro lejano, mientras otros decidan aplazar el futuro a cambio de un presente distinto y palpable o, incluso, que algunos desistan de votar a favor de sus aspiraciones por despecho hacia quien las ha representado hasta ahora. No es lo mismo declarar deseos futuros que decidir en manos de quién vamos a poner el gobierno de los próximos cuatro años. Y es por esa misma razón que no es cierto que nos «autodeterminemos» en cada elección, porque se trata de cuestiones muy distintas. Que nadie quiera buscar grandes implicaciones de las consultas en las elecciones.

De manera que, de momento, hay que contentarse con lo que sí se sabe. Y se saben ya muchas cosas. Por ejemplo, que existe una gran capacidad de movilización política por cuestiones de gran calado formal que contrasta con las lágrimas de cocodrilo de los que lloran los altos niveles de desafecto hacia la política y también con los que consideran que al ciudadano sólo le interesa la gestión favorable a sus intereses más egoístas. Tomen nota, señores políticos, no sólo de lo que interesa, sino de lo que «realmente moviliza» al ciudadano. También sabemos ya que no se trata de un movimiento reactivo, sino del resultado de un convencimiento racional. Si fuera reactivo, tal como algunos sospechan para su propia tranquilidad, las últimas afrentas del Tribunal Constitucional habrían disparado la participación, y no ha sido así. Los participantes en las consultas ya se suelen situar más allá de lo que pueda dictar el TC, y ni la inhibición improbable del mismo ante los recursos de socialistas y populares no cambiaría las cosas. En tercer lugar, quien quiera conocer el alcance de las consultas, que estudie el perfil de organizadores y de votantes que se declaran independentistas: edades y sexo, perfiles profesionales, o antecedentes en la militancia política, para empezar. Si lo hacen, verán que están lejísimos de los tópicos antisistema o antiespañol que suele atribuírseles simplemente por comodidad mental de los que se sienten asustados ante el nuevo mapa político que anuncian.

En estos momentos, en Catalunya, la pelota de las grandes incertidumbres no está principalmente en el tejado independentista, sino en el de los partidos que hasta ahora han tenido oportunidad de gobernar y han dibujado el centro y sus márgenes interiores. ¿Por qué sería ahora más razonable – assenyat- seguir apostando por un federalismo imposible o un autonomismo acabado? ¿Qué pingües réditos políticos se sacarían de un nuevo pacto de apoyo catalán a un gobierno español tan débil y a punto de perder las próximas elecciones como el actual? ¿Tiene sentido seguir buscando el choque con el Estado cuando el hastío por la confrontación no acerca a las urnas sino que aleja de ellas?

El independentismo tiene mucho por demostrar, como en su día tuvo que convencer el autonomismo que ahora están enterrando sus herederos. Un autonomismo que en su día también fue visto como un aventurismo político que no se sabía en qué acabaría y que había que cortar a golpe de sable. Nuevos tiempos, nuevas centralidades, nuevas ilusiones, nuevas apuestas. ¿Dónde está el progreso, dónde el conservadurismo y dónde la reacción?

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua