El independentismo se ha instalado en la contradicción y de la contradicción deriva su debilidad y su malestar. Esta contradicción no es accidental sino intrínseca al movimiento. Le hierve en las entrañas y le supura por los poros. La vive como una contradicción entre querer y lamentar, los fines y los medios, las palabras y los hechos, las consignas y las políticas, entre los partidos y también dentro del gobierno, entre la cárcel y el exilio, la ANC y Òmnium, la voluntad y la parálisis, la ruptura con el Estado y el apoyo a la gobernabilidad, el desafío y el miedo, entre ruptura democrática y continuidad autonómica, entre… la contradicción es humana y es inseparable de la existencia, tanto de las personas como de las sociedades. Puede ser el motor de los cambios y de la historia, pero también es fuente de desánimo y desorientación, o de incertidumbre. Así se ha vivido en muy buena parte la Diada de este año, menos reivindicativa que conminatoria a unos partidos que arrastran los pies porque ya hace tiempo que administran el miedo y sus réditos. Y como el miedo les lleva al conformismo y el conformismo es sinónimo de bajeza, se esconden tras proclamaciones vacías, huyendo de la evidencia como los topos rehúyen la luz.
La Diada ha sido un baño de realismo, porque el desánimo y la preocupación son reales y conviene exprimir su amargura para reubicarse. El resto es un interesado hacerse ilusiones. Este nuevo realismo no debería menospreciar a nadie, porque, si es cierto que la participación ha bajado respecto de años anteriores, también lo es que el independentismo sigue demostrando poder de convocatoria, y esto se traduce en muchas, muchísimas voluntades que la represión no ha podido doblegar. Quien no vea un problema y se esfuerce en resolverlo cavará su tumba política.
Este año el baño de masas de los políticos ha sido un baño de realismo, sobre todo para los partidos independentistas, que han recibido una advertencia. Ellos ya no lideran el proceso, si es que alguna vez lo habían liderado. Pero el aviso es para el independentismo en conjunto, pues la desaparición de la Revolución de las Sonrisas indica que se ha captado la imposibilidad de ganar la república tan solo con quererla. El deseo es energía, pero una energía engañosa. Esto lo sabía Puigdemont cuando hizo aquella finta excéntrica de declarar y suspender la independencia en una misma frase (todavía una contradicción). Y lo sabían quienes lo empujaron al abismo el 27 de octubre. Los mismos que luego se aseguraron de abandonarlo, cuando el pueblo alargó la mano para remontarlo en la victoria contra pronóstico del 21 de diciembre.
Captar la imposibilidad es condición para salir de la fantasía. Aquel camino lo ha cegado la represión y nada se logra con romperse la cabeza contra esta roca, por más dura que uno tenga la frente. En sueños somos omnipotentes, pero la realidad nos muestra nuestros límites. Reconocerlos es el primer paso para ser efectivos. Por esta razón, la desorientación actual, síntoma de este reconocimiento, no es necesariamente negativa. Se comienza por descubrir que la vía transitada hasta ahora no tiene salida y hay que buscar una nueva. La inoperatividad del gobierno durante estos dos últimos años demuestra algo que insinué pronto: que gobernar la autonomía era incompatible con hacer la revolución, pues la autonomía, aparte de estar definitivamente intervenida, es conservadora y legitima el Estado. Esta lección la han entendida y llevado a la práctica los estudiantes de Hong Kong, mucho más jóvenes y menos experimentados que nuestros independentistas ‘de toda la vida’. Lo han demostrado enfrentándose con la propia policía, que actúa por cuenta de Pekín con el visto bueno del gobierno autónomo. En el caso catalán la cosa es aún más vergonzosa, pues el presidente predica con el ejemplo (y es el único miembro del gobierno que lo hace), pero no tiene autoridad alguna para disciplinar a los Mossos, ni siquiera para destituir al más que destituible consejero de Interior (otra contradicción sangrante).
Reconocer la imposibilidad es pues la condición para superar la impotencia. Ahora, reconocer lo que no podemos hacer no significa resignarse. Al contrario, sabernos sin fuerza suficiente para realizar la tarea nos obliga a confiar en una ayuda exterior. Cierto, vista la indiferencia y hasta la complicidad de la Unión Europea con el Estado español, el escepticismo está plenamente justificado. Pero yo ahora no hablo de abandonarse a la esperanza de una generosidad inexistente, sino de llamar insistentemente a la puerta de esta Europa que no quiere escuchar, ni ver, ni hablar como lo haría alguien que se proclamara defensor de los derechos humanos y de un modelo de democracia. Picar en ella con fuerza y con la perseverancia de quien no devuelve su dignidad, sino la magnifica con la intensidad de la represión.
Una vez captados los límites propios, la unidad de estrategia se impone con la unidad de los fines. Es cuando falla esta unidad trascendente, o cuando es meramente retórica, cuando la unidad inmanente de acción se disuelve en una sustancia amorfa. Por eso hay que revisar las premisas de la acción hasta llegar a las estructuras más profundas de la esperanza. Y un buen lugar para empezar podría ser el canto más emblemático de la resistencia. Durante décadas hemos cantado ‘L’estaca’ como si fuera un himno a la unidad, sin darnos cuenta de que proclama la diversidad de estrategias. Pues, si tú tiras fuerte por aquí y yo tiro fuerte por allá, nuestros esfuerzos simultáneos se compensan y la estaca no se tumbará nunca. Al contrario, hay que estirarla por un solo lado y más aún del lado hacia el que se inclina espontáneamente, acompañando su gravitación natural con nuestro tirón. El Estado español tiende irresistiblemente a la represión e históricamente ha caído siempre del mismo lado. No rehuir la represión sino alentarla con un pacifismo inmaculado es la clave dialéctica que abrirá la puerta europea. No hay otra salida de la prisión española. Pero para que Europa abra puerta, ojos y oídos, hay que llamar muy fuerte, tanto que no pueda continuar simulando que no pasa lo que pasa bajo su mirada y responsabilidad; lo que, consentido, vuelve a hacer del continente un infierno de hipocresía y negacionismo.
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