Es habitual oír decir, como si se hubiera hecho un gran descubrimiento, como si fuera una revelación ante la que sólo quedaría decir ‘amén’, que “los territorios no tienen lengua, ni tampoco, en consecuencia, derechos lingüísticos, sino que serían las personas las que los tendrían”, y que, por tanto, nociones como la de “lengua propia” serían falaces y no se desprendería nada (sobre todo no se desprenderían consecuencias de orden ético y menos aún potenciales prescripciones legales). Pretender, con base en ideas como que «el catalán sería la lengua de Cataluña», que todo el que quisiera instalarse en ella adquiriría una obligación con su lengua, será sólo un equívoco que ahora quedaría aclarado. Y sin embargo es exactamente al revés: la falacia la cometen quienes razonan en los términos descritos, y lo hacen porque cogen una metonimia (el territorio ―Cataluña―, empleado para referirse a su gente, es a decir a la comunidad histórica que lo habita y le dota de especificidad) como si fuera una afirmación literal, y pretenden que aquellos que hablan de “lengua propia” no piensan en las personas sino en un espacio o un concepto abstracto, cuando propiamente la referencia que tendrían en mente sería la comunidad catalanohablante (de personas catalanohablantes), una comunidad histórica territorializada que, por eso mismo, puede identificarse metafóricamente con el territorio (en cuyo seno es titular de derechos), de la misma modo que hablamos de la ensalada que precede al bistec como del “primer plato”, cuando todo el mundo sabe que, propiamente, la ensalada sería lo que habría en el plato, y no el plato mismo. Al atribuir a quienes hablan de “lengua propia” la creencia de que serían los espacios geográficos quienes tendrían lengua, quienes hacen tal acusación razonan ‘ad logicam’, es decir, atribuyéndoles unas intenciones que ni tienen ni pretenden, y atacando seguidamente estas intenciones que, en realidad, sólo están (un hombre de paja) en su cabeza. No es un diálogo, es un monólogo en el que los propios polemistas crean el error y lo resuelven, en un proceso que, claro, no puede fallarles, pero que sólo convence a los convencidos, aunque puede desorientar fácilmente a los menos críticos (es decir, la mayoría; he aquí el peligro de los sofismos).
En cualquier caso, la ocurrencia se esgrime con una voluntad clara: negar toda legitimidad a las políticas lingüísticas que priorizarían al catalán en su mismo dominio lingüístico histórico, es decir, el ámbito territorial en el que se ha formado y se ha terminado desarrollando históricamente la comunidad catalanohablante, aduciendo que, si hubiera derechos lingüísticos, éstos serían estrictamente personales. De esta manera se cerraría la puerta a toda medida que pretendiera garantizar la justicia basada en el principio de territorialidad (plenamente pertinente, no porque los territorios hablen, sino porque las comunidades de hablantes tienen historia y territorio) y se conseguiría reducir los catalanohablantes a una serie de individuos dispersos en medio de un océano castellanófono (francófono en el norte) donde permanecerían indefensos. Sin embargo, el hechizo del sofisma se desvanece fácilmente con una sola palabra mágica: ‘colectividad’. Efectivamente, sustituimos «territorio» por «colectividad» y de repente veremos que, cuando hablamos de la «lengua propia de Cataluña» a lo que nos referimos es a la lengua de las personas que forman la colectividad ―ciertamente territorializada, repitámoslo― de los catalanohablantes, que es aquella en la que vive el catalán o, si se quiere, más propiamente: aquella en la que la identidad lingüística de los sujetos (que es una dimensión de su identidad personal) se construye alrededor de la lengua catalana. Cierto, los derechos son de las personas, siempre. Sólo que unas veces son derechos personales de carácter individual y otras lo son de carácter colectivo, porque sólo emergen en comunidad. Todo aclarado.
Paradójicamente, los polemistas que creen detectar la creencia en territorios dotados de lengua y de derechos en las pretensiones de los demás, no les preocupa escudarse en consideraciones territoriales, a menudo disfrazadas de legalidad neutral (y totémica) para legitimar imposiciones lingüísticas sobre grupos diferentes al suyo: el castellano sería el español y, entonces la lengua de España, ahora sí, territorio con lengua propia y erigido en fuente de deberes, que exigiría sacrificios a las comunidades históricas no castellanohablantes (es decir a las personas que las integran) y a las personas inmigrantes con una lengua inicial distinta a la castellana. Por el contrario, los castellanohablantes gozarían de plenos derechos territoriales.
Y es que habría unos territorios más territoriales que otros.
RACÓ CATALÀ
https://www.racocatala.cat/opinio/article/63621/territoris-no-tenen-llengua