Las tropas rusas en Kiev nos han devuelto, de repente, al siglo XX. El mundo ya no es Estados Unidos, sino la dialéctica resultante entre Rusia, China y la antigua superpotencia única. Pero la último ratio, el poder final y real siguen siendo los tanques. Los ‘boomers’ de este país nos criamos con el miedo a la Brunete y, pasados los años, la fuerza que simbolizan los blindados sigue asegurando la desigualdad en la relación entre el poder y los dominados.
Es este baño de realidad el que debe marcar la futura estrategia del independentismo catalán. Los guardias civiles y el juez que se imaginaron aquellos 10.000 soldados rusos apoyando a Catalunya escribieron, negro sobre blanco, qué forma tendría –en sus pesadillas– una la amenaza real que pudiera hacer tambalear su poder. Un par de crisis diplomáticas entre Londres y Madrid por el conflicto de Gibraltar han terminado, por la vía rápida, con el envío de un buque de guerra británico al puerto del peñón. La colonia británica se ha mantenido fuera del alcance español, durante tres siglos largos, no por la voluntad de sus ciudadanos, sino gracias a la Royal Navy.
Esto significa que Cataluña –como hace Escocia, por ejemplo– necesita disponer de una agenda internacional trabajada, seria y que vaya más allá de la escrupulosidad democrática y moral. Y el primer hilo de donde tensar es el espacio judicial europeo, que tarde o temprano se verá arrastrado a imponerse al sistema español. El independentismo catalán debe convertirse en un actor relevante, al igual que son respetados los dirigentes políticos flamencos o escoceses.
Y tan estúpido es ignorar los tanques españoles como considerarlos invencibles.
EL PUNT-AVUI