Una famosa cita de origen talmúdico, que popularizó la escritora Anaïs Nin en su obra La seducción del minotauro (1958), decía que “no vemos las cosas como son, las vemos como somos”. En la novela, la joven Lilian veía el río Sena “gris sedoso, sinuoso y reluciente” y le desconcertaba enormemente que su compañero Jay, en cambio, lo dibujara como un “torrente opaco con barro fermentado, y un amasijo de corchos de botellas de vino y hierbajos atrapados en las orillas estancadas”. Ante ambos discurría exactamente el mismo río, pero su mirada construía realidades completamente distintas.
Mirar es un acto inseparable del cuerpo. Nuestros ojos no registran el mundo de forma aislada, como si fuesen dos cámaras fotográficas. Vemos a partir de nuestro bagaje, de nuestros miedos, de nuestros deseos, de nuestros prejuicios y expectativas. Vemos, como bien decía Nin, a partir de lo que somos.
Comprendí el poder de este adagio de forma absolutamente casual, repasando las fotografías de unos capiteles de la basílica de Armentia (Vitoria-Gasteiz). Había visto decenas de veces aquel enigmático ventanal, con sus figuras angulosas y de rostro esquemático, pero ninguno de sus detalles llamó inicialmente mi atención de manera particular.
Sin embargo, un día de pronto algo cambió y ante mí se reveló una imagen que hasta entonces había permanecido invisible.
¿Un capitel como otro cualquiera?
La primera vez que me acerqué a la basílica de Armentia con un interés histórico-artístico fue en el verano de 2008. Llevaba dos años cursando la carrera de Historia del Arte y, para entonces, había leído con interés el libro de Margarita Ruiz Maldonado El foco de Armentia, donde se describían algunas de las particularidades de la iconografía de este fabuloso templo románico.
Recorrí con interés cada uno de sus capiteles, tratando de aplicar los conocimientos que iba adquiriendo en las clases de la universidad y los detalles que aún recordaba del libro de Ruiz Maldonado, y fotografié todo cuanto pude. Los amantes del románico tenemos una pulsión irrefrenable por fotografiar y clasificar cada lugar que visitamos y, por supuesto, Armentia no fue una excepción.
Analicé el ábside exterior intentando comprender la iconografía de sus capiteles, pero ni las lecciones de mi profesora Soledad de Silva ni las lecturas que iba poco a poco acumulando me permitieron desentrañar el sentido de aquellas extrañas figuras.
Había hombres y mujeres de insólito aspecto, cuadrúpedos de porte fantástico, jinetes sosteniendo un enorme pez y curiosas formas geométricas o vegetales que no parecían formar un programa iconográfico coherente. Aquello no me remitía a nada conocido.
Recuerdo que volví a casa algo desconcertado y revisé las fotocopias que tenía en busca de alguna pista que me ayudase a comprender aquellas misteriosas imágenes, pero nada de cuanto se había escrito hasta entonces me ayudó a resolver aquel enigma.
Nuevas lecturas, nuevas miradas
Sin embargo, con el paso del tiempo, fui sumando nuevas lecturas y ampliando mis intereses. Me preocupé por el estudio de las imágenes del pasado con perspectiva de género y en pocos meses devoré los trabajos de autoras como Madeline Caviness y tantas otras pioneras de una nueva historia del arte.
Me llamaron especialmente la atención los estudios de Ann Marie Rasmussen, una medievalista estadounidense que se había especializado en la investigación de unos curiosísimos pines o amuletos medievales que llevaban consigo los peregrinos.
Había de todo: desde cruces, vírgenes y santos hasta vulvas peregrinas, coronadas, con muletas, procesionadas por penes… Unas sencillas imágenes lograron que muchos de los prejuicios que había acumulado durante años se derrumbaran de golpe.
Aquel descubrimiento me enfrentó a una Edad Media completamente nueva para mí; una época que dejaba atrás la imagen de un tiempo teñido por unas brumas negruzcas para abrirse paso a una realidad diversa, rica, compleja y en la que también había lugar para el humor. Sentí que aquellos trabajos no sólo me cambiaron a mí, sino que cambiaron también mi mirada.
Una tarde cualquiera, repasando fotografías para otra investigación, volví a mirar de nuevo aquel capitel y, al igual que les ocurrió a los personajes de la novela de Nin, de pronto vi algo completamente distinto… ¿Acaso esas formas sinuosas que tenía ante mí eran, en realidad, una enorme vulva? ¿Cómo era posible que antes no me hubiese fijado? ¿Qué había ocurrido? O, mejor dicho, ¿qué me había ocurrido?
Pues muy sencillo, que el Sena seguía estando ahí, pero el que lo miraba era otro.
Después de un tiempo de dudas, de consultas a compañeros que juzgaron con extrañeza mi hipótesis, decidí emprender una investigación más pausada para intentar demostrar que aquellas “figuraciones vegetales” no eran tales, sino una enorme vulva que no estaba aislada, sino que formaba parte de una suerte de programa iconográfico que nadie antes había advertido. Con estas nuevas gafas todo tenía sentido: aquellas imágenes eran un auténtico canto a la fertilidad.
Por fin, tras años en los que ante mí sólo había unas simpáticas figuras, los capiteles del ventanal cobraron un significado completamente nuevo y coherente. En el centro, un hombre se mesa sus largas barbas, gesto habitualmente relacionado con la sexualidad, mientras que con su mano derecha sostiene una rama frondosa. A su izquierda, una mujer se lleva las manos al vientre y, a su derecha, otra mujer muestra su prominente vientre de embarazada.
Llegamos por fin al capitel que ha protagonizado estas palabras y que, por qué no reconocerlo, me ha provocado más de un desvelo intentando comprender su significado. Frente al hombre y las mujeres gestantes, aparece una mujer mostrando y señalando su trasero. Junto a ella, la enorme vulva con piernas, acompañada de otra figura que se encuentra tras ella.
Una escena insólita, que no sigue ni modelo iconográfico ni tendencia estilística alguna, pero que los promotores o promotoras de esta iglesia mandaron esculpir por motivos que hoy se nos escapan, pero que con esta nueva mirada podemos entrever con más claridad y, quizá, quién sabe, algún día logremos comprender en toda su complejidad.
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