Vivimos en una tierra de dólmenes, habitada mucho tiempo antes de los primeros humanos llegaran aquí hace cientos de siglos. Ello nos convierte en los herederos de una historia con muchas fechas que conmemorar y sólo unas pocas que celebrar. Una nación longeva que ha aprendido a sufrir a través de su discurso histórico.
Los primeros registros de nuestro pasado se escribieron en griego y en latín. Valerio Máximo afirmó que las crueles leyes nacidas de la miseria y del imperio del terror habían arrastrado muerte y sufrimiento a numerosos pueblos, por lo que leer los anales de la historia humana era desgarrador. Las primeras fechas de nuestro relato histórico están marcadas por esa violencia, como los hechos ocurridos en 72 a.C. en Calahorra.
Hay historiadores que dicen que el euskara no se hablaba al sur del Pirineo y que Calahorra es un nombre árabe que significa ‘castillo libre’, pero mucho antes de que los musulmanes llegaran a la península y de que en aquella ciudad se erigieran castillos, Estrabón y Ptolomeo la llamaron Calagurris, y escribieron en griego que era una ciudad vascona habitada por vascones. Juvenal añadió que el cruel cerco que un general romano impuso a la ciudad forzó a sus defensores a salar los cuerpos de sus muertos, de sus hombres, de sus mujeres y de sus hijos para comérselos después. Tomada la ciudad por la fuerza de las armas, aquel romano pasó a los supervivientes a cuchillo y saqueó lo poco que quedaba de ella. Su legado fue la memoria de la ‘fames calagurritana’, dos de las primeras palabras del registro histórico vasco.
Tras la caída de Roma, Fortunato escribió que el rey merovingio Chilperico había sometido a daneses, sajones, bretones y vascones, y que todos ellos le temían. Y los reyes visigodos que siguieron a Leovigildo escribieron lo mismo a partir de 581, cuando iniciaron una política de hostigamiento que extenderá la guerra a nuestro suelo hasta el 711, cuando todo aquello desapareció inesperadamente. Dagoberto de Neustria reunió un ejército para dominar a los vascones en 630 pero su ejército de diez duques desapareció en las montañas de Zuberoa.
El pueblo vasco no quería la guerra en 778 pero ésta era una vieja costumbre en las cortes de Europa. Como muchos antes que él, Carlos era rey pero quería ser emperador, y arrastró dos ejércitos contra Vasconia. Tomó, saqueó y quemó Iruñea, procuró hacer un botín de sus espolios y, cuando su ejército fue diezmado en Errozabal, escapó a galope a su palacio de Herstal. No miró atrás, ni volvió a recuperar los cuerpos de sus hombres y tampoco les rindió honores. Simplemente salvó su vida y su corona. Es lo que hacen los reyes. Carlos organizó 52 guerras en 44 años de reinado, condenó a morir a cuchillo a los enemigos sometidos e instituyó severos códigos que aventaron la pena de muerte a todos los rincones de Occidente. Tan sólo se registran tres años de paz en los primeros 32 años de su mandato y aún hay quien le llama ‘padre de Europa’. Nosotros los europeos ni somos, ni queremos ser los hijos de un tirano.
Después de otras dos batallas de Errozabal, los vascones eligieron a Eneko Aritza por rey en 824 y crearon un estado en el que se llegaron a hablar nueve lenguas, ninguna de las cuales fue nunca prohibida. Se escribieron leyes, se promovió la industria y se extendieron las rutas de comercio más allá del Ebro y el Aturri, se acuñó moneda, se crearon instituciones y se conformó una de las primeras asambleas parlamentarias de Europa bajo el lema de los infanzones de Obanos. El fuero de Estella, la antigua Lizarra, es uno de los primeros textos legales de la Europa medieval en el que se reconocen las franquezas y libertades de todos los vecinos por igual, sin tribunales especiales ni tratamiento jurídico diferente según la escala social. En la casa del consejo de Estella, una de las más antiguas del país, se escribió el fuero que en términos muy explícitos legisló sobre el carácter universal del derecho al afirmar que se debe hacer justicia respecto de la ley y no a expensas de ella, prohibiendo expresamente que mediasen pagos y cobros en los tribunales, ya que si así ocurría el reino perdía su derecho, la ciudad perdía su fuero y el pobre perdía su juicio. Los redactores de ese fuero escribieron también que las mujeres que eran cabeza de familia tenían los mismos derechos y deberes fiscales que los hombres, excepto el del servicio militar. Todo ello, propio de un pueblo que quiere vivir en paz y en justicia, ocurría en el siglo XI.
Entre 1200 y 1512 los reinos de Castilla y Aragón iniciaron la depredación del reino y así lo expresó Carlos, Príncipe de Viana, el Hamlet de Navarra, cuando eligió como leyenda de su escudo la expresión ‘Utrimque Roditur’, me roen por todas partes. La conquista del reino se materializó tras la batalla de Amaiur en la primavera de 1522. Pero el reino subsistió, aunque dividido en dos, con su propia corte, parlamento y tribunales y el resto de las instituciones propias de un estado soberano.
En nombre del constitucionalismo, el pueblo vasco sobrellevará el proceso más sangriento de su historia a partir de 1789. A los golpes de estado les llamaron pronunciamiento, a la persecución y la represión, ajusticiamiento; a la muerte y el terror, pacificación; al exilio y la expatriación de cientos de miles de personas, desalojo y al robo y a la expropiación, desamortización.
En 1789 la asamblea revolucionaria de Versalles decidió que las leyes que había regido la vida del país durante mil años eran privilegios feudales y fueron abolidos entre agosto y octubre de dicho año. El parlamento del reino no declaró la guerra sino que ordenó a su síndico, Étienne de Polverel, que editara un libro con las veinte tesis del reino, de sus representantes legales y del pueblo navarro. Las cortes expresaron que la soberanía del reino de Navarra residía en la nación, representada por su asamblea legislativa, y que éstos eran sus únicos, verdaderos y legítimos diputados por lo que no se podía decidir sobre su futuro en un parlamento extranjero, en Versalles. Los representantes del estado navarro recordaron asimismo a los franceses que el reino no necesitaba una constitución porque tenía la suya propia que eran sus fueros y añadieron que Navarra deseaba ser independiente y preservar su constitución porque al amparo de estas leyes el pueblo vivía bien y sus derechos, libertades y franquezas civiles y políticas, pero también económicas y culturales, estaban aseguradas. Polverel expresó con determinación ante los diputados de aquella asamblea que la constitución de los navarros era más perfecta que la de los franceses porque durante mil años habían vivido bajo el imperio de la ley que los había preservado de la tiranía. De hecho, -aseguró- no era el estado navarro el que necesitaba modificar su constitución para dar al pueblo los derechos que le correspondían en justicia, porque el pueblo navarro ya gozaba de ellos; no era el reino de Navarra quien requería auxilio financiero, porque las arcas del reino estaban saneadas. No eran las gentes de Navarra las que auspiciaban una revolución, porque su pueblo vivía bien y en conformidad con sus leyes, usos, derechos y libertades desde hacía un milenio. Polverel terminó diciendo que la asamblea nacional aún no había suscrito un nuevo texto constitucional y que seguramente nunca lo haría -y nunca lo hizo-, por lo cual los navarros no debían sacrificar la constitución de su país “cuando Francia no tenía nada que ofrecerles a cambio”.
Nadie le quiso oír y nadie leyó su libro porque no era un siglo para oír ni para leer. Los fueros fueron suprimidos y sobre las ruinas de todo esto Napoleón quiso edificar un imperio más. Bajo el lema “fueros y petróleo” las leyes de los estados vascos del sur fueron abolidas en nombre de varias constituciones nonatas y decretos extraparlamentarios entre 1833 y 1876. Así se consumió la independencia de los estados vascos. Testigo de esta ruina es la cámara de comptos, la casa más antigua de Iruñea, donde se acuñó la moneda del estado navarro hasta 1837, una moneda en la que estaba prohibido por fuero grabar la palabra “España”.
Tras la completa abolición de las leyes propias del país en 1876, se iniciaron los sendos procesos que las historiografías francesa y española han llamado “Restauración”. En nombre de la igualdad y la fraternidad, e iluminados por las ideas de Antoine de Rivarol, los ministros de Jules Ferry afirmaban en 1880 que “la lengua nacional vasca”, era el vehículo de las emociones, creencias y esperanzas de su pueblo por lo que era muy difícil de erradicar. “Era preciso atraer a los vascos hacia la civilización moral francesa” porque en su opinión la única forma de ser civilizado era hablando francés. Algunos tomaron prestadas estas ideas y los gobiernos españoles de principios de siglo insistieron en la vieja idea de que el euskara tenía sumido al pueblo vasco en la superstición, por lo que había que implantar el castellano en las escuelas y excluir el resto de las lenguas mediante el uso de anillos de hierro como aquellos con los que castigaron a muchos de nuestros antepasados.
Franco no inventó nada, pero añadió más sangre a un terrible teatro histórico. Tras la muerte del dictador, el euskara sigue siendo una lengua excluida en parte de Navarra e Iparralde. Nicolas Sarkozy enmendó la constitución de la república en 2008 para incluir en el artículo 75 que el euskara era una lengua “regional” y “francesa”. Y a pesar de ello la realidad lingüística sigue siendo “nacional” y “vasca”.
En los dos siglos años que separan 1789 de 2020 los habitantes de este país han sobrevivido a cinco sangrientas guerras que suman más de veinte años de conflicto armado, a más de cuatro revoluciones e incontables insurrecciones y a un gran número de procesos despóticos que suman un total de cuarenta y tres años de dictadura e imperio del terror. El saldo de muertes, exilio y prisión es desolador. A la luz de estos hechos históricos, es evidente que el proceso iniciado en 1789 ha contado y sigue contando con el rechazo de la mayoría de los vascos porque como dijo Polverel, un estado que persigue la felicidad y el bienestar de sus súbditos no debería atentar contra las instituciones de otra nación. Ningún pueblo tiene derecho a obligar a otro a abolir sus leyes, sus costumbres, su lengua y su modo de vida y forzarlo a renunciar a su identidad.
Hoy nos llaman utópicos por reivindicar que nuestra identidad como pueblo sea respetada e insisten en que los vascos no somos una nación ni lo fuimos nunca. Nos dicen que no tenemos historia. Estamos acostumbrados a que nos nieguen lo que es obvio pero, fundamentalmente, ¿cómo nos explican a nosotros mismos? ¿Por qué estamos hoy aquí si no es porque somos herederos de ese terrible proceso histórico? Una utopía es pensar que se puede borrar la memoria histórica de los pueblos y su historia, sus sentimientos y su identidad a golpe de sable, decreto y excomunión.
Somos un pueblo que celebra 1076, 1181, 1237, 1397, 1452, 1514, 1520… que son, con otras muchas, las fechas en las que este pueblo escribió las leyes que han sido la columna vertebral de su identidad colectiva. Y la estatua de los fueros es testigo de ello. Estamos aquí como en 1893 en defensa de nuestra memoria y de nuestros derechos históricos, y mañana escribiremos una nueva fecha en la larga lista de momentos que jalonan las crónicas de esta nación: la fecha de la constitución de una Republica vasca independiente. Será una república, será independiente, será europea y también será universal… Esa será una fecha que todos celebraremos si es que algún día podemos decir que vivimos en un mundo civilizado; una fecha que nosotros inscribiremos en nuestros propios anales históricos y que compartiremos con el resto de los pueblos que nos rodean.
* Xabier Irujo. Historiador, director del Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Nevada
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