OPINIÓN
Maquiavelo titula el sexto capítulo de El príncipe “De las soberanías nuevas que uno adquiere con sus propias armas y valor” (en traducción al castellano de Eli Leonetti y edición con los comentarios de Napoleón Bonaparte de Espasa-Calpe, 1964). Literalmente, el original se refiere a los “principados” que, además, el traductor en el texto convierte en “estados”, cosa que todavía conviene más a este artículo. Y es que los consejos que da Maquiavelo a los nuevos príncipes de los nuevos estados pueden ser útiles a la vista del camino abierto con la convocatoria de elecciones del 27-S y que, si las circunstancias lo permiten, van a servir para conocer una voluntad democrática de los catalanes que no se ha dejado expresar a través de un referéndum formal, tal como habría sido deseable y posible.
El autor de El príncipe distingue entre aquellos que consiguen un nuevo Estado gracias a la fortuna, de los que lo hacen gracias a la virtud. Según Maquiavelo, la fortuna da la ocasión para conseguir el propósito, pero la garantía de perdurabilidad del nuevo Estado la da el valor, la virtud. De manera que sólo los que consiguen el principado con dificultades y gracias a su virtud lo conservan con facilidad. Toda una advertencia porque, si fuera cierto que el soberanismo es meramente reactivo, resultado de un delirio pasajero, habría sido ciertamente cosa de cuatro días. Sin embargo, los hechos parecen demostrar lo contrario, y los repetidos errores de pronóstico de notables analistas lo vendrían a corroborar. Me refiero a vaticinios como los que se hacían hace justo un año, afirmando que el proceso soberanista que comandaban Mas y Junqueras había estallado en mil pedazos y que ya estaba muerto (J.A. Zarzalejos, “El secesionismo vive, el proceso está muerto”, en El Confidencial, 5/8/2014).
La segunda observación que destacar de Maquiavelo es que las principales adversidades con las que se encuentran los que consiguen ser príncipes por los caminos de la virtud “dimanan en parte de las nuevas leyes y modos que les es imprescindible introducir para fundar su Estado y su seguridad”. Y eso es así porque “tiene el introductor por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los antiguos estatutos, mientras que los que pudieran sacar el suyo de los nuevos no los defienden más que con tibieza. Semejante tibieza proviene en parte de que ellos temen a sus adversarios que se aprovecharon de las antiguas leyes, y en parte de la poca confianza que los hombres tienen de la bondad de las cosas nuevas hasta que se haya hecho una sólida experiencia de ellas”. La cita es larga, pero lo bastante clara –sin tener que hacer listas de nombres– para entender cuál es la situación actual y, sobre todo, la que se va a encontrar el gobierno que salga de las elecciones del 27-S, si hay mayoría independentista.
No es extraño, pues, que en esta batalla que sólo se libra en los consejos de gobierno, en los tribunales, en las tribunas periodísticas y a través de manifestaciones cívicas y pacíficas, los más agresivos sean –como pronostica Maquiavelo– los que ahora tienen las leyes y las instituciones a su favor. Es para reír –o llorar– que se acuse a la parte estructuralmente más débil de implacables y perversas coacciones, o que se la compare con ETA o el nazismo, justo cuando tales acusaciones sí que forman parte de una durísima estrategia de coacción que tiene a su favor a los canales de comunicación mayoritarios, generosamente ayudados por el statu quo político, económico y financiero.
La principal estrategia de la descalificación del proceso soberanista –aparte de las ridículas amenazas apocalípticas– ha sido la de considerarlo resultado de una locura atribuida al líder o de un desvarío colectivo.
También J.A. Zarzalejos, en el artículo del 26 de julio de este diario, “El patriotismo y el 27-S”, se complacía en esta lógica de la metáfora clínica: “descarga masiva de hormonas patrióticas”, “altos índices de adrenalina y de cortisol, sustancias que se liberan en condiciones de estrés…”. En definitiva, según este punto de vista, el proceso soberanista sólo se explicaría por la exacerbación de una base emocional patológica alejada de toda razón y realidad.
El mecanismo es archiconocido. Tal como explican Berger y Luckmann en La construcción social de la realidad (1966), en los procesos de mantenimiento de los universos simbólicos, cuando se manifiesta algún tipo de heterodoxia que pone en peligro el orden establecido, hay dos tipos de respuestas posibles: la terapia y la anulación. La terapia pretende la reincorporación del hereje a la ortodoxia elaborando una teoría de la desviación –como la que antes mencionaba– que explique las causas de la patología, elabore un sistema de diagnosis –para darle estatus de objetividad– y que proponga un método de curación por llevarlo al orden. La anulación simplemente busca la expulsión definitiva del desviado, destruyendo la autonomía del discurso hereje. La actual gresca antisoberanista no se aparta de estas dos alternativas.
Maquiavelo considera que los innovadores sólo pueden salir adelante si tienen bastante fuerza propia y no dependen de los demás: “Los príncipes de esta especie experimentan, sin embargo, sumas dificultades en su conducta, todos sus pasos van acompañados de peligros y les es necesario el valor para superarlos. Pero cuando han triunfado de ellos, y empiezan a ser respetados, como han subyugado entonces a los hombres que tenían envidia a su calidad de príncipe, se quedan poderosos, seguros, reverenciados y dichosos”. Afortunadamente para el soberanismo, los defensores del nuevo orden no son nada tibios, y el liderazgo del proceso está en manos no de uno, sino de muchos príncipes virtuosos.
LA VANGUARDIA