Ahora ya nos hemos quitado las máscaras: la marcha ultraderechista del pasado miércoles, convocada por Cs en la Ciutadella, terminó con agresiones y el canto al unísono de ‘El novio de la muerte’. En este verano, a raíz de la polémica sobre el Valle de los Caídos, los nacionales se han reagrupado ideológicamente entorno a la defensa de un militar golpista que, hoy, continúa vigente en su imaginario. El franquismo es anterior y, por supuesto, posterior a Franco. Lo que llamamos ‘franquismo’ es, en realidad, una etapa más de la melancólica idea de España surgida de la liquidación del imperio en 1898.
«Amamos a España porque no nos gusta», dijo José Antonio. En términos literarios, se trata de una frase extraordinaria. El «no», por cierto, es importante a la hora de entender este asunto en su globalidad: se trata de un nacionalismo reactivo, resentido, inseguro, que juega siempre a la contra y, por tanto, es estéril y peligroso. La base ideológica del franquismo radica en una acusación difusa contra los enemigos de España que, por su parte, no se considera exactamente una nación sino «un destino». Incapaz de hacer una reforma agraria en Andalucía y Extremadura cuando tocaba, obsesionada por la absurda articulación radial del territorio, convencida de que España sólo puede tener un alma monolingüe llamada Castilla, el nacionalismo resentido terminó albergando un agresivo complejo de inferioridad.
El complejo se ha manifestado de diversas maneras. A comienzos de siglo era antimoderno y antieuropeo -sólo hay que pensar en aquel significativo despropósito de Unamuno proferido en 1906 en el contexto de una polémica con Ortega y Gasset: «¡Que inventen ellos!»-. Después vendrá Lerroux a quitar los lazos amarillos de la época en el Paralelo, con esa mezcla de gestualidad sobreactuada de ‘género chico’ y pocas ganas de trabajar. Y luego el lirismo tétrico de José Antonio, que precederá al Estado criminal de Franco. El ‘Caudillo’, en todo caso, sólo es un eslabón en este arco temporal que va de 1898 hasta nuestros días. La Alianza Popular de Fraga Iribarne nunca osó cruzar ciertas líneas simbólicas; no las tenía todas. Esta actitud prudente se rompe durante la segunda legislatura del gobierno de Aznar. Todavía acomplejado, aquel resentimiento politizado que no sabe inglés y tira la cabeza de la gamba al suelo de bares con serrín, aspiró entonces a una especie de redención internacional. La entrada de Aznar en la Guerra de Irak fue una forma -como siempre, fallida- de cerrar el círculo melancólico de la Generación del 98.
Rajoy no forma parte de esta cadena, mientras que Alfonso Guerra es un eslabón fundamental de la misma. Porque el estado de ánimo al que nos estamos refiriendo no es de derechas ni de izquierdas. Para entender esto, me remitiré a un libro publicado por Federico Jiménez Losantos en 1999, que tiene un título muy significativo: ‘Los Nuestros’. La insegura idea de España surgida de la humillación del 98 es más transversal de lo que parece. Se trata de una realidad eterna, entre mística y geológica, donde uno se imagina a los guerreros íberos hablando en castellano con acento de Valladolid.
En este verano Pablo Casado y Albert Rivera han cerrado filas en torno a una cuestión muy sensible: la memoria. El espectáculo agrio y violento del pasado miércoles era una concentración fascista pura y dura, ni mejor ni peor que la que organizan otros movimientos similares en toda Europa. Si hacen esto es porque se saben impunes. Disponen de complicidades institucionales lo bastante fuertes como para que lo que hacen los demás sea un delito de odio y lo que hacen ellos se reduzca siempre a una ‘chiquillada’. La nariz que un policía español rompió al fotoperiodista Jordi Borràs vale menos que la de la mujer del militante de Cs agredida en la Ciutadella. Dos narices, dos formas diferentes de aplicar la ley.
Simple emanación de Aznar, Casado forma parte de este nacionalismo que nunca podrá poner letra a su himno: ¿qué explicarían? Intentará ganar las elecciones para volver a los buenos tiempos del aún todavía no identificado «M. Rajoy». El caso de Rivera es diferente. Comenzó siendo un producto de marketing perfecto, pero ahora sólo es un perdedor crónico. No tiene ninguna ideología ni convicción pero, como decía Nietzsche, es consciente de «la fuerza del resentimiento». Muchos funcionarios españoles desplazados a comunidades autónomas con lengua propia lo consideran el mesías que restituirá el ‘statu quo’ colonial del franquismo. Son los mismos que lo deberían detener y juzgar en caso de cometer o fomentar un delito de odio. Seguro que lo harían con mucha diligencia, seguro. Por supuesto.
ARA