En el supuesto de que la mayoría del estamento político catalán haya enfilado el proceso hacia la independencia (y siempre que no nos esté abocando a un ridículo de dimensiones colosales) hay que tener bien claro que sólo habrá separación de España a través de un gesto de ruptura y que es cuestión de elegir el momento para poner toda la carne en el asador. El punto álgido de la disputa exigirá lo que siempre han reclamado las secesiones unilaterales que han tenido éxito: un control sobre el aparato de gobierno y sobre el territorio, la consolidación de los elementos de soberanía material (como la hacienda y el abastecimiento energético) y el reconocimiento internacional. Sobre este último aspecto bastaría con que los días inmediatamente posteriores a la independencia se consumara el reconocimiento de algún Estado nórdico y civilizado (Islandia, Suecia, Noruega…) después de estados con más peso que tuvieran intereses geopolíticos en la fragmentación de España y, a continuación, la aspiración catalana casi se consideraría realizada si mediara alguna potencia con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (el Reino Unido aparece como el candidato más predispuesto).
Si algún poder queda a los dirigentes catalanes que dicen apostar por la emancipación nacional es, precisamente, el de elegir cuándo se podría producir el desafío. Y, en este sentido, se captan tres escenarios de choque.
El primero es el de la realización de una hipotética consulta al margen del sistema constitucional español. Este momentum parece el que se ha perfilado desde el gobierno de la Generalitat y el que tiene el apoyo a los aliados parlamentarios de ERC, lo que se insinúa a través del proyecto de ley de consultas no referendarias aún no aprobado y lo que se encuentra más cercano en el tiempo si se materializa el compromiso establecido en el pacto de estabilidad parlamentaria concluido entre CiU y ERC de convocar a la ciudadanía en el curso del 2014. Sin embargo, una consulta al margen de la legalidad española se muestra como el contexto más incierto y con más opciones de fracaso. De momento, la Generalitat no dispone de la infraestructura electoral necesaria para organizar una votación con garantías y susceptible de ser reconocida internacionalmente. La precariedad institucional llega al punto de no tener acceso al censo, de no haber adquirido ni siquiera las urnas, y de tener que articular una comisión electoral ad hoc porque, como se sabe, a pesar de las décadas de autogobierno nuestros dirigentes no han sido capaces de crear una junta electoral catalana. En estas condiciones al Estado español ni siquiera le haría falta ofrecer ante el mundo la imagen represora de prohibir la entrada a los colegios electorales. Ni necesitaría llamar al boicot y poner todos los palos en las ruedas para que la participación no alcanzara los umbrales mínimos de legitimidad a los ojos de la comunidad internacional (el cincuenta por ciento del censo). Los ayuntamientos de gobierno unionista como el de l’Hospitalet (PSC) y Badalona (PP) podrían reventar la convocatoria e impedir la celebración del evento en su término. Una indiferencia y una desmovilización a la que se añadirían los medios de comunicación hostiles a que los catalanes se pronuncien sobre una pregunta clara (la única que puede ofrecer certeza sobre la voluntad de separarse de España). Tampoco ayuda demasiado a rebasar los mínimos de participación necesarios el hecho de que los sucesivos borradores de los proyectos de ley de consultas confieran la posibilidad de votar a los mayores de dieciséis años y los extranjeros empadronados en Cataluña (sean de dentro o de fuera de la UE) . Al respecto, aunque se pueda sostener desde la perspectiva ideal la necesidad de implicar a los extranjeros en el proceso de soberanía las necesidades pragmáticas a la vista de la debilidad organizativa desaconsejan por completo que la base electoral se extienda más allá de aquellos que ostentan la condición política de catalanes de acuerdo con el Estatuto vigente.
El segundo momento climático podría ser el de la celebración de las llamadas elecciones plebiscitarias ante el bloqueo de la consulta. Este capítulo exigiría que las fuerzas que defienden el Estado catalán se presentaran con la independencia en el primer o único punto del programa (con esta palabra, ya que con una nueva ambigüedad del tipo Estado propio o derecho de decidir se podría topar con la indiferencia internacional). Este escenario, si los partidos catalanes cumplen con la posición antes mencionada, podría conducir al gobierno español a una reacción impresentable en términos democráticos como es la de prohibir unas elecciones con el visto bueno del Tribunal Constitucional, lo que a corto plazo paralizaría las pretensiones catalanas pero a largo plazo reforzaría la legitimidad independentista de cara al exterior.
Finalmente, el tercer movimiento decisivo (que se podría imbricar con el segundo) es el de la declaración unilateral de independencia. Las instituciones españolas podrían reaccionar con la suspensión del autogobierno mediante una panoplia de mecanismos constitucionales que van desde la ejecución forzosa a la declaración del estado de sitio. Ante esto, el éxito del envite dependería mucho del dominio sobre los factores reales de poder que hemos mencionado al principio del artículo. Una serie de circunstancias en las que la secesión no sería el resultado de una negociación sino de una convulsión con poca incidencia de una determinación mayoritaria que por otra parte no se habría podido expresar plenamente. Pero hay que tener en cuenta, a pesar de las perturbaciones que este escenario suscita, que así es como se han hecho la mayoría de las independencias en la historia de la humanidad y, por supuesto, todos los procesos de separación que ha experimentado España desde de la edad moderna. Los catalanes tampoco tenemos la obligación de inventar nada nuevo para alcanzar nuestra libertad.
EL PUNT – AVUI