¡Qué maravilla! De repente, muchas de las personas prominentes cuyo consejo escuchamos en algunos buenos programas de televisión y en nuestras sesiones de teleconferencia en este tiempo alarmado tienen, a sus espaldas, tranquilizadores, ¡sus libros!
Ha llegado el momento que merecían: los libros se nos muestran como guardaespaldas. Vivir para creer. Necesitábamos un cataclismo para que volviésemos a ver lomos de libros en la tele. Cuanto peor estamos, más importantes son las cosas esenciales.
Una de las cosas más fascinantes de estas semanas es que más allá de las situaciones durísimas que han sucedido y suceden, las personas somos conscientes de que tendremos que hacer algo de un modo mucho más intenso por el resto de nuestras vidas: buscar, aprender, formarnos, trabajarnos para ser una mejor versión de lo que podríamos llegar a ser. Vivir con autenticidad y sentido.
Buscar, crecer, emocionarnos y sentirnos acompañados por esas personas –muchas desconocidas y aparentemente distantes– que son precisamente los autores de estas obras que parecen descansar en nuestras estanterías. Autores con los que no podemos hacer teleconferencias. Gente valiosa a la que no podemos mandar watsaps y que, sin embargo, nos hablan a nosotros desde el centro de sus vidas. Se nos descubren porque les podemos leer. Que es mucho más que verlos, muchísimo más que escucharlos. Podemos vivir con los libros y podemos vivir los libros. Además, algunos incluso vivimos de los libros, en un oficio maravilloso. Vivir de los libros, que no es lo mismo que vivir del cuento.
Robert Louis Stevenson era llamado Tusitala por los habitantes de Samoa. Dicha palabra nombra al contador de historias. Es luminoso, y creo que todos los lectores entendemos qué quiere decir contar historias. Les contaré una que es mi particular Isla del Tesoro.
Cuando, hace años, tuve que cambiar de domicilio, sabía que solo tenía que encajar 300 libros clave para sentirme seguro. Quería que mi casa acogiese a mis amigos y traje conmigo en una mudanza ligera lo esencial, entre lo que estaban 300 guardaespaldas. Eran las obras que más me habían gustado hasta ese momento. Pasaron a ser de un modo reforzado mis dioses lares (ya saben, los que te dan entrada en la casa protectora). Son mis amigos impresos que quiero que saluden a quienes, en carne y hueso, me visiten. Cumplieron y cumplen como mis dioses protectores y dicen aún hoy, con orgullo silencioso pero no menos elocuente, quién soy y –y mucho más importante– a quién quiero por compañía.
Por poner solo algunos ejemplos: F.S. Fitzgerald les dirá cosas tiernas y tristes. Elias Canetti les soltará en forma de pequeños aforismos verdades como puños centroeuropeos. Primo Levi le estampará a quien lo lea qué es conservar la dignidad en el Horror (sí, con mayúscula). Albert Camus les conmoverá con la verdad de que nada es más bello que una vida digna, hermosa y luminosa cerca del mar Mediterráneo. Ryszard Kapuscisnki les enseñará a mirar y entender las cosas. Ungaretti les hablará de un poeta que era soldado de la esperanza. Elena Ferrante les hará entrar en un cosmos femenino del que saldrán admirados por su infinitud. Victor Hugo les dirá verdades que solo unos pocos tocados por la decencia nos sabrán formular. Nuccio Ordine nos revelará la enorme utilidad de lo aparentemente inútil.
Podría seguir enumerando, pero es totalmente innecesario.
Mis libros, esos libros que no saben que yo existo, como decía Borges, me acompañan de un modo más real que todas las llamadas que he realizado y recibido en estos días encerrados con poca cosa más que muchas neuras, bastante inquietud y un móvil en la mano.
Yo sí sé que existen. Además, me han enseñado cosas que, lamentablemente, no sé siempre aplicar, aunque lo intento. No soy, creo, mejor gracias a los libros, pero soy, sin duda, mucho menos peor gracias a ellos.
Sé que tendré momentos de duda. Pero yo no dudo de ellos. No esperan nada de mí y me dan mucho de lo que aprecio. Ellos no paran de darme un mundo completo, si estoy dispuesto a querer descubrirlo. Están tan desnudos como la propia vida. No remolonean para añadir adjetivos superfluos. Si los he elegido bien, existen de un modo contundente, desde la propia esencia. Me hacen sentir la fuerza de esto que es vivir.
Son un puente entre la vida y la muerte, me ofrecen su sombra, su cobijo, me causan dolor, me muestran el precio del amor y del desamor. Me enseñan lo que tan difícilmente se aprende: a ganar y a perder. Me enseñan a perder y a reír. A reírme de mí mismo, algo francamente difícil para tantos, entre quienes me encuentro. A reírme de la sola idea, tan ridícula, de ganar.
Me enseñan a callar y callan. Me hacen daño y me hacen bien, porque me muestran muchísima verdad. Los libros y leer me hacen. Los libros, en definitiva, nos hacen. Están hechos de árboles que tenían fibra. Y, por un acto de alquimia, ahora son también ellos mi fibra.
LA VANGUARDIA