Los lazos amarillos en los edificios oficiales

El nacionalismo español no se ha caracterizado nunca por su inteligencia. Por su violencia sí, pero por su inteligencia nunca. Los ataques de histeria de España y de sus brazos armados, políticos, jurídicos y mediáticos cada vez que ven un lazo amarillo son una prueba fehaciente de ello. Es obvio que los lazos amarillos denuncian a España ante el mundo por ser un Estado que viola los derechos humanos día a día sin ningún tipo de escrúpulo; pero si ese Estado tuviera dos dedos de frente, ya no digo tres, callaría se como un pillo y se pondría la máscara de demócrata dejando de criminalizar la libertad de expresión. Pensaría: «¿Quién tiene los ‘A por ellos’, después de todo? ¿Quién tiene las porras? ¿Quién tiene las pelotas de goma? ¿Quién tiene los tanques? ¿Quién tiene el arsenal militar? Yo, ¿no? Pues que vayan poniendo lacitos, ya que que mientras ponen lazos no se independizan, que es lo que a mí me interesa. Los lacitos me hacen cosquillas». Pero no. El Estado español es incapaz de un razonamiento así. Siempre he dicho que el Estado español es un Estado con un inmenso complejo de inferioridad que necesita oprimir como el aire que respira para reafirmarse. Es así de grotesco y así de malsano, pero no puede hacer más.

Por este motivo ha emprendido esta esperpéntica cruzada contra los lazos amarillos a través de la Junta Electoral Central aduciendo que no se pueden exhibir símbolos políticos en los edificios oficiales, lo que es absolutamente falso. Basta con mirar el montón de banderas españolas que ondean en los edificios de la Administración. ¿Es que no es un símbolo político la bandera española? ¿Es que no es un símbolo de opresión para millones de catalanes y vascos la bandera española? ¿Es que no es, en definitiva, un símbolo con el que no se sienten representadas millones de personas? Entonces, ¿qué pinta ese trozo de tela colgada de un palo en los edificios oficiales antes de unas elecciones? El Estado español cre que la gente es tan idiota, que una simple bandera o un simple lazo, del color que sea, puede influir en su voto? ¿Quién quiere pertenecer a un Estado que trata a su gente como a tontos?

Al respecto de los lazos amarillos, varios representantes del Estado han dicho algunas cosas que no se pueden incluir en ninguna cultura democrática, sólo en la cultura de la ‘cerrazón’. Lo vemos en las palabras de Isabel Celaá, portavoz del Gobierno, afirmando que el presidente Torra «ha mantenido hasta ahora una retórica muy molesta, a veces inaceptable» y que está «en búsqueda permanente de conflicto». Mira por donde, señora Celaá, dice usted exactamente lo mismo que decían los blancos supremacistas a los negros insumisos de Estados Unidos cuando se rebelaban contra las leyes fascistas que no respetaban sus derechos: «Qué gente más engorrosa; y qué retórica más molesta la que gastan; están todo el día reivindicando. ¡Es inaceptable!».

También Ana Pastor, presidenta del Congreso español, ha dicho la suya sobre los lazos amarillos. Según ella, «la ley nos obliga a todos» y el presidente Torra «tiene que dar ejemplo». Pues bien, señora Pastor, justamente es al contrario. Las leyes que violan los derechos humanos no merecen ningún respeto, y ningún demócrata, por principio, puede obedecer una ley contraria a los derechos humanos, de lo contrario se convertiría en copartícipe del poder opresor que la ha redactado. Por tanto, el presidente de Cataluña, en este caso el presidente Torra, debe dar ejemplo velando para que el país que representa no se someta a leyes totalitarias que violan la libertad de expresión. Hablando en plata: las directrices ultranacionalistas españolas de este órgano llamado Junta Electoral Central son contrarias a los valores democráticos más básicos. El mundo no ha avanzado agachando la cabeza ante las imposiciones dictatoriales, el mundo ha avanzado justamente desobedeciendo estas imposiciones. Y lo ha hecho gracias a personas que, con cargo político o sin él, no se han arrugado, no han cedido a las presiones, ni a las amenazas, ni a las coacciones de los caciques de turno ni a las voces sumisas de los miedosos.

Los lazos amarillos no representan a ningún partido político ni concurren a las elecciones; los lazos amarillos son un símbolo social creado por la ciudadanía para denunciar la tiranía española ante el mundo, que envía al exilio o cierra en prisión a personas inocentes, pacíficas y democráticas por la sencilla razón de que son desafectos a los principios fascistas del Régimen. Los lazos amarillos no son un símbolo independentista, son un clamor contra una monstruosa injusticia. Por eso no toda la gente que lleva un lazo amarillo es necesariamente independentista. Pasa lo mismo con los lazos violeta, en defensa de los derechos de las mujeres, o los lazos con los colores del arco iris, en defensa de los derechos de los gays y de las lesbianas. No hay que ser mujer, para defender los derechos de las mujeres, no hay que ser homosexual, para defender los derechos de los que sí lo son.

De acuerdo con los mismos principios totalitarios que criminalizan los lazos amarillos, asociándolos por completo al independentismo, el Estado español debería criminalizar también los lazos violeta y los lazos gays aduciendo que detrás de estos símbolos hay muchísimos independentistas. Es el régimen de terror fascista que, si lo dejas hacer y acatas sus leyes, acaba ilegalizando a los partidos independentistas porque son independentistas, ilegalizando entidades por ser independentistas y sancionando empresas por tener en su plantilla un trabajador o una trabajadora independentista. Nada menos que lo que ocurría con los comunistas en la fascista caza de brujas estadounidense. Pero recordemos que Joseph McCarthy y su pandilla, incluyendo Parnell Thomas y Richard Nixon, han sido barridos de la historia como el viento barre el polvo de los caminos. Para llevar o defender los lazos amarillos no hace falta ser independentista; para llevar o defender los lazos amarillos no hay ni siquiera hay que ser catalán. Para llevar o defender los lazos amarillos basta ser demócrata.

EL MÓN