Los jóvenes bárbaros

«Rebelaos contra todo: no hay nada o casi nada que sea bueno. No hay nada o casi nada que sea justo. Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, destruid los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique el infame sistema social. Hay que hacerlo todo nuevo, con lo que quede de los viejos edificios derruidos, pero antes hace falta la catapulta que haga caer sus paredes «.

Estos fragmentos pertenecen, como muchos de los lectores saben o habrán adivinado, a un texto de 1906, un artículo titulado Rebeldes, rebeldes, conocido también como el Manifiesto de los Jóvenes bárbaros. Pero estoy convencido de que convenientemente desbrozado de la retórica específica de la época, ahora podría tener bastante éxito, en una hipotética reedición. Ya no he puesto el fragmento tan famoso de «alzad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de Madres para virilizar la especie «y las llamadas a quemar iglesias, porque ahora muchos ya no sabrían de qué les hablan. Pero el sentido de fondo, la llamada a la destrucción revolucionaria, tendría su eco. Como lo habría tenido una reedición en los años treinta, adaptada al lenguaje y los ejemplos, tanto entre los Aguiluchos de la Fai como entre algunos teóricos del falangismo embriagados por los llamamientos a la violencia del Fascio italiano.

Quiero decir que en Barcelona hay de vez en cuando apariciones de una teoría de la destrucción revolucionaria, el derrocamiento del sistema, que a veces desembocan en eclosiones prácticas de naturaleza e intensidad desigual. En Barcelona de vez en cuando se llama a la aparición y a la actuación de lo que se denominaba hace cien años unos jóvenes bárbaros a los que se reclama, más que un proyecto de construcción, uno de destrucción, con la idea de que no se podrá construir la idílica sociedad nueva -la que sea- si antes no se quema violentamente la vieja: el capitalismo, las iglesias, los partidos políticos, la vieja cultura…

Curiosamente -o no- estas eclosiones han tendido a coincidir en el tiempo con momentos en los que el catalanismo había conseguido, con una cierta unidad de sus componentes tan variados, poner la cuestión catalana en el primer plano del debate político y veía posible llevar a cabo sus aspiraciones. En épocas de crisis importantes, cuando el catalanismo parecía tener un horizonte favorable y agrupaba sensibilidades sociales muy diversas, han aparecido estos discursos y prácticas de fuerte radicalidad social, que han planteado a la vez un debate ideológico del todo diferente y unos problemas de orden público, por decirlo así, que han trastornado y tensado la sociedad catalana.

El efecto sobre el catalanismo de la aparición de estos discursos y de estos brotes de revuelta social -que no deben confundirse con el programa político de las izquierdas y de sus partidos- ha sido tradicionalmente letal. Por un lado, ha desplazado la cuestión catalana del centro del debate político. Aunque dentro de estos núcleos ha habido sectores absolutamente hostiles a la catalanidad -los jóvenes bárbaros de principios de siglo-, otros indiferentes y otros que intentaban conjuntar la radicalidad en los dos temas, su aparición y su actuación dejaron en segundo término la reivindicación catalanista. Pero al mismo tiempo la tensión social resquebrajó una cierta coalición de sensibilidades catalanistas, imprescindible para llevar a cabo su proyecto político.

La aparición de estas corrientes ha situado históricamente el catalanismo entre dos fuegos, en medio de una pinza. Por un lado, el Estado español ha hecho visible la oferta de su fuerza contundente para evitar los brotes destructivos. Por otro lado, aquellos jóvenes bárbaros de comienzos del XX que predicaban y practicaban la destrucción lo hacían con un proyecto político ajeno y a menudo hostil al catalanista. El catalanismo, que necesita un amplio consenso social y está y fundamentado en las capas medias, ha salido debilitado, hasta el punto de sospechar en algunos casos -a principios del siglo XX- que la aparición de estos brotes de violencia destructiva eran inducidos y estratégicos para cortarle las alas.

Por cierto, no lo había dicho, pero todos los lectores ya lo saben: los fragmentos citados del Manifiesto de los Jóvenes bárbaros fueron escritos a principios del siglo XX por Don Alejandro Lerroux García, líder del republicanismo radical en la Cataluña de la época. Años después de escribirlos, llegó a ser presidente del gobierno español, ministro de Estado, ministro de la Guerra y uno de los responsables políticos de la represión de la revolución de Asturias durante el Bienio Negro, hasta que lo retiró el escándalo del estraperlo. Fue en este tiempo cuando Josep Maria de Sagarra le dedicó a El Be Negre un poema memorable y brillantísimo, entre la sátira y la denuncia.

Espontáneos o inducidos, dramáticos o anecdóticos, de amplio seguimiento o circunscritos a grupos reducidos, los brotes de destrucción revolucionaria han resultado desde siempre, desde los tiempos de los jóvenes bárbaros de Lerroux, relevantes en la evolución de la política catalana. El Estado, que se ha presentado como la única garantía del orden, ha salido sistemáticamente reforzado. El catalanismo, que se ha sentido atrapado por una pinza, ha salido sistemáticamente debilitado.

ARA