Los Jaso eran una familia infanzona originaria de Jatsu, en Baja Navarra. Para el siglo XV sus miembros se habían extendido por toda Navarra, desde Saint-Jean-Pied-de-Port hasta el valle de Arce, San Martín de Unx, Mélida, Olite y la propia Pamplona, pasando por la rama más conocida, la de la familia de San Francisco, que se había establecido en Xabier tras emparentar con los Azpilkueta-Aznárez de Sada, propietarios del castillo.
Johan de Jaso y Atondo, padre de San Francisco, fue hombre de leyes y persona de confianza de Johan III de Albret. Legitimista convencido, marchó al exilio en 1512 y acompañó al rey hasta su muerte, acaecida en 1515. Sus dos hijos mayores siguieron, en cambio, el oficio de las armas, era el signo de los tiempos. En cuanto a su esposa, «la triste María de Azpilcueta», como ella misma se definía, quedó en el castillo junto al hijo menor de ambos, Francés (o Francisco), y serían ellos quienes padecerían en primer término los desmanes de los ocupantes. El futuro santo tenía 6 años cuando la invasión de Navarra, y sus ojos infantiles vieron partir al exilio a su padre y a sus dos hermanos mayores. A los 10 años vería cómo las piquetas españolas demolían el castillo familiar, desportillaban puertas, ventanas y saeteras, abatían torres y muros, y rellenaban los fosos con el escombro acumulado.
Muerto Johan de Jaso, sus dos hijos mayores continuaron la lucha del padre, y participaron en todos los escenarios de la guerra, desde 1516 a 1524. Estuvieron acompañados, además, de otros parientes, como sus tíos Martín de Azpilkueta y Martín de Xabier, que moriría a resultas de las heridas recibidas en la batalla de Noain. También estaban sus primos de Pamplona, Johan, Valentín y Esteban de Jaso, así como los irreductibles Olloki, primos por vía paterna. Todos ellos, hermanos y primos, fueron condenados a muerte el 30 de marzo de 1523 por el emperador Carlos I. Y a ellos, entre otros, se refería el cronista navarro Ramírez de Ávalos cuando, en 1534, dijo que «padecieron en sus casas, hacienda y parientes grandes infortunios», añadiendo que unos «murieron en el destierro, otros fueron degollados a gran sinrazón, otros maltratados y atormentados…» Los navarros de hoy en día deberíamos mirar el castillo de Javier, no solo como el relicario edulcorado del patrón de las Indias sino, de manera muy especial, como el despojo maltratado y desfigurado de una familia enteramente consagrada a la defensa de la verdadera Navarra.
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