¿Los gatos tienen conciencia? ¿Y las naciones?

Ignasi Aragay

Europa lleva décadas tratando de reinventarse para salvarse. De Cataluña podemos decir tres cuartos de lo mismo. Europa y Cataluña se piensan y se repiensan en un constante proceso autocrítico de transformación, a veces traumático e infructuoso. En cambio España tiene una tendencia irrefrenable a superar sus recurrentes crisis a la forma lampedusiana: reformas cosméticas para que todo siga igual, como si le diera pánico el cambio. Lo hemos vuelto a ver con el escándalo del espionaje en el CNI.

Me lo ha hecho pensar la figura del reformista Erasmo de Rotterdam, el humanista que situamos en el origen de la idea moderna de Europa, el hombre que pensaba «sin concesiones» (‘nulli concedo’), que nunca se ligó a institución académica o política alguna ni a ningún lugar (vivió en su ciudad natal, en Inglaterra, Francia, Italia, Suiza, Alemania), que promovió la reforma del catolicismo dando pie, sin quererlo, al luteranismo: «Si el Vaticano hubiera prestado atención al humanismo de Erasmo, podemos llegar a imaginar que las guerras de religión nunca habrían visto la luz», escribe Michel Onfray en su historia de la filosofía a través de la pintura, ‘El cocodrilo de Aristóteles’ (Paidós), un curioso e inteligente ensayo ilustrado. El reformismo evita males mayores. El inmovilismo suele traer grandes cataclismos. Erasmo nunca viajó a España.

Unos siglos después, Onfray se detiene, claro, en el librepensador Voltaire, el autor al que se le atribuye la célebre frase: «No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé toda mi vida para que pueda decirlo». La Ilustración, otro gran momento de la evolución europea, llegó poco a Cataluña –nos cogió políticamente aplastados, con gran parte de la intelectualidad en el exilio– y a España –el peso de la Iglesia y el absolutismo ahogaron el pensamiento–. Después, en el XIX la revolución industrial y el catalanismo fueron reconectando Cataluña con Europa, mientras el frustrado estado liberal español dejaba al conjunto de España por más tiempo al margen de la modernidad. La verdadera democracia liberal acabó llegando a finales del siglo XX, pero la famosa sentencia de Voltaire todavía no ha arraigado. Aquí la gente sigue luchando encarnizadamente por aplastar lo que no piensa como él. No hay más que ver que poco volteriana es la ministra de Defensa, Margarita Robles, cuando justifica el espionaje contra el independentismo: contra el enemigo político, todo vale.

En mi lectura política (podría haber hecho una artística, que habría sido más pertinente y acorde con el espíritu de este recorrido filosófico de la mano de Onfray), hago un tercer y último parón en la figura de Derrida y en la anécdota categórica sobre su gata Lucrecia, que cada día, por la mañana, le acompañaba hasta el baño e, indefectiblemente, una vez él se desnudaba, el animal se marchaba, como si tuviera conciencia de la desnudez del hombre (no de la propia, pues la gata, claro, nunca iba vestida), como si sintiera vergüenza o decoro. Y aquí viene mi inquietud final, paralela a la de Derrida aunque menos trascendente filosóficamente que la suya. Una duda más humana y política: ¿Si una gata puede tener esa sensibilidad hacia un ser tan distinto, por qué los seres humanos podemos llegar a ser tan insensibles entre iguales? ¿Podría ser, en el caso de la gata, sólo una cuestión de sumisión refleja respecto al dueño? ¿Es, en el caso de los humanos, también una cuestión de poder? ¿Cataluña solo tiene margen para ser una gata hipócrita en la España alérgica a la diferencia?

ARA