El president Puigdemont tiene muchos enemigos en España, muchísimos. En Cataluña los tiene dos tipos: los que así se declaran abiertamente y los que lo disimulan. Pero comencemos por los de España. Tiene tantos, en ese país, que se cuentan por millones. Un buen número lo querría ver muerto después de hacerle una cara nueva, otros lo querrían encerrar entre rejas al menos veinte años, y otros querrían que antes de ser encarcelado fuera paseado por la Castellana de Madrid sobre un carro, vestido con harapos y atado con grilletes. Los hay que incluso han organizado escenificaciones muy aplaudidas de su ejecución.
La obsesión de esta gente es tanta, que no se dan cuenta de que cuanto más lo odian, cuantas más extradiciones piden, cuantos más grilletes sueñan ponerle, más evidencian la importancia de su figura. Después de todo, si, según dicen, no es nadie, si su presidencia en el exilio no tiene ningún valor, ¿por qué tienen tantísimos asalariados pendientes de su persona? Están enfurecidos porque el president Puigdemont les ha hecho cosas que escuecen, como burlar sus servicios de inteligencia y sus cuerpos policiales, tanto en los seguimientos por carretera o en los controles de frontera como en la celebración del referéndum del 1-O, la ocultación de las urnas o el hecho de votar en un lugar que no preveían. Y aún más si añadimos el ridículo y el descrédito que ha supuesto para España la negativa de los tribunales internacionales de extraditarlo por falta de garantías democráticas. ¡Vaya tortazos!
Sin embargo, si nos ponemos en la piel históricamente opresiva del Estado español, todo este odio se puede entender muy bien, por aberrante que sea, porque España es como es, está encantada de serlo y no cambiará por mucho que algunos catalanes pretendan vendernos la idea de que una mesa de diálogo lo cambiará todo. Otra cosa es la hostilidad proveniente de la cúpula de ERC para con el president Puigdemont, hasta el punto de que las ganas que tiene de volatilizarlo son, cuando menos, tan intensas como las españolas. No es ningún secreto que, si de dicha cúpula dependiera, ya haría tiempo que se habría servido del arte de los hechizos para hacerlo desaparecer.
Las razones de esta hostilidad no son las mismas que las de España, naturalmente, pero es obvio que confluyen y que al final acaban hermanadas. De hecho, si debiéramos condensar esta confluencia en una sola palabra, la palabra sería ‘estorbo’. Mucha estorbo. Es triste, pero es así. El president Puigdemont estorba tanto a España como a la cúpula de Esquerra. En otras palabras: borrarlo del mapa sería una gran victoria para España y un gran alivio para los dirigentes de Esquerra, que verían eliminada la figura que más votos les quita en las elecciones. Recordemos, en este sentido, explícitas declaraciones de algunos dirigentes del partido, empezando por Oriol Junqueras, intentando desacreditar el exilio, en general, y el del president Puigdemont, en particular.
La idea que esta cúpula intenta tejer, muy bien vista por el Gobierno de España, es que los miembros del gobierno catalán en prisión serían los héroes, los valientes, los coherentes, mientras que los miembros en el exilio serían los egoístas, los cobardes, los discordantes. Este discurso, claro, tiene un punto débil que ha impedido que la cúpula de Esquerra le diera toda la potencia que quisiera. Se llama Meritxell Serret y Marta Rovira. Pero este punto, con el retorno repentino y curiosamente indoloro de Meritxell Serret, parece que ha entrado en fase de cambio y no parece imposible el retorno también de Marta Rovira.
No es extraño, pues, que haya tantas discordancias a la hora de formar Govern entre JxCat y ERC, y que la representatividad del presidente Puigdemont y el Consejo para la República sea el escollo principal. Para JxCat y para muchísimos otros independentistas, el president Puigdemont es el presidente legítimo de Cataluña, porque es inadmisible que un presidente y un gobierno democráticamente elegidos sean destituidos, criminalizados y perseguidos víctimas de la agresión de un Estado. El problema es que la cúpula de Esquerra no quiere que nadie haga sombra a Pere Aragonés y, para ello, necesita que el president Puigdemont quede relegado a un papel meramente testimonial, de segundo orden. Un jarrón con flores, para entendernos. España, si pudiera, iría mucho más lejos todavía y rompería este jarrón. Pero ante la imposibilidad de hacerlo, ya le viene bien que la cúpula de Esquerra le haga la mitad del trabajo. Y es que los catalanes somos maestros disparándonos tiros a los pies. Me temo, sin embargo, que censurar este planteamiento suicida es un esfuerzo inútil y que Cataluña, en calidad de ‘pueblo absurdo’, está condenada como Sísifo a empujar montaña arriba la roca gigante que cada día rueda montaña abajo.
La legitimidad de un president en el exilio, víctima de un país opresor, la otorga siempre el pueblo agredido. Mientras esta legitimidad y este rango de verdadero president se mantenga, independientemente de quien mande, el Estado opresor queda en evidencia ante el mundo. El president Torra entendió esto perfectamente, y también cuál era su papel en este capítulo de la historia. Fue por esta razón, por la que, a pesar de ser president con todos los atributos legales, él se consideró en todo momento un presidente en funciones sustituyendo, no sucediendo, al legítimo president Puigdemont. Y así se mantuvo hasta que España, con una nueva agresión, lo inhabilitó. Pero, por supuesto, el president Torra, que provenía de la cultura, no es un hombre que necesite reafirmarse personalmente por medio de cargos políticos. La raíz y el planteamiento de Laura Borràs eran exactamente los mismos. Ahora, en cambio, el objetivo no es sustituir al president Puigdemont, el objetivo es sucederle.
EL MÓN