Los anuncios se quitan la obligación de cubrir necesidades, y donde antes había descripción ahora hay sugerencia
Como avisan los trileros, la mano es más rápida que la vista. Para entender el momento actual, basta acudir a los clásicos: por ejemplo, la colección de anuncios que acompañaba el libro Yo soy aquel negrito de Guillermo Summers, o la antología Classic Commercials que publicó en doble DVD el sello Madacy, o almacenes digitales como YouTube. Los anuncios antiguos nos parecen indefectiblemente lentos. Y la lógica directa de causa-efecto ha relacionado la velocidad visual de los anuncios con la pulsión consumista: en retrospectiva, según se aceleraban los montajes, aumentó el consumo.
La preocupación por la velocidad visual se convirtió en alarma cuando se publicaron los ataques epilépticos de niños ante las trepidantes imágenes de series como Pokemon. El caso dibujaba, por así decirlo, el límite biológicamente aceptable de la métrica audiovisual. Pero la conciencia sobre la velocidad viene de antiguo: en los setenta, los llamamientos de Bárbara Rey y de Pedro J. Ramírez a que los españoles declararan a Hacienda, igual que el soliloquio de Fernando Rey aconsejando el contrato de un seguro de vida, eran anuncios de un único plano secuencia, buscando retratar la honradez. Es revelador que la edición de vídeo se denomine montaje.
Según cuenta en Subliminal: escrito en nuestro cerebro incluyendo capítulos de Heidi y Mazinger Z-no superaban los 3,5 segundos por plano. 150 videoclips y 700 spots de los 80 oscilaban entre 1 y 2 segundos de media. Ya hace dos décadas del estudio, y la velocidad ha seguido aumentando, gracias a la optimización de las herramientas digitales.
El montaje y la sobreexposición han alimentado en el cliente, por su parte, más que desconfianza, una voluntad de resistencia: el consumidor está frustrado de intentar ser seducido, cansado, pero sigue consumiendo. Y los publicitarios juegan con esa circunstancia. Ahora el juego consiste en convencer a los consumidores de que no han sido seducidos, sino que son ellos los que han descubierto. No es casual que el epígrafe «consejos de belleza» haya mutado hacia al actual «secretos de belleza».
El trasfondo del anuncio moderno se centra en ese descubrir en lugar de someterse. Y el descubrimiento es tanto más convincente cuanto más difícil sea realizar la comparación con lo conocido. Los detergentes están obligados a la comparación: blanco más visible, más manchas resueltas, agua más fría. Igualmente, los supermercados siguen destacando que son más baratos y los taladros inalámbricos recalcan su autonomía. Estos anuncios suenan a antiguo, porque enumeran las ventajas. Este perfil ha sido sustituido por lo que se bautizó como los anuncios de coche que no se entienden. En los setenta, el anuncio del Citroën Dyane 6 lo protagonizaba un conductor emocionado: «un coche sin problemas, una estabilidad fenomenal, práctico y cómodo, seis litritos a los cien». Treinta años después, el anuncio de BMW era una mano sacada por la ventanilla, con el único mensaje de «¿te gusta conducir?». Ni modelo, ni consumo, ni ergonomía… ni coche. En el ritmo vertiginoso de la era moderna, si no estás en lo último, estás muerto.
Las ventajas del producto prescriben, y lo convierten en obsoleto. La mejor manera de impedir la caducidad es evitar hablar del objeto. La publicidad actual obvia el producto: lo que se venden son sensaciones. Anuncios que comienzan con «me gusta pisar la hierba descalzo» pueden terminar siendo de teléfonos móviles, o de compresas, o de acciones de empresa eléctrica. El producto ha desaparecido.
Esta idea entra en colisión con el consejo que las asociaciones de consumidores repiten cada época de rebajas: «Comprar lo que se necesita». Los anuncios se han quitado la obligación de cubrir necesidades. La descripción es sustituida por lo sugerente. Y no sólo mejora nuestra actitud hacia el producto, sino que logra que proyectemos sobre él características que no tiene. Las zapatillas de deporte callan sobre su manufactura y su ergonomía, y en su lugar plantan una cámara subjetiva en la que celebridades del fútbol nos aceptan como uno de los suyos. O ese extremo que ha generalizado la frase promocional «me hace sentir mejor». La compra cubriendo necesidades se opone al consumo. Es la droga puramente etérea de los símbolos.
Retomando a los trileros del principio, su canto constante de «dónde está la pelotita» y su ostentación de la velocidad nos distraen de lo principal. Tomamos como desafío el ritmo endiablado, el mensaje constante, la directriz incansable, pero en realidad la trampa está en que no hay pelota. Es una paradoja zen, un koan, que se resuelve con otro koan, el del branding. El zen de la marca: la marca es el uno. Y es el todo.