A lo largo de los siglos siempre se ha impuesto la dolorosa verdad de que las fuerzas de la Naturaleza no suelen concordar con la tesis -como diría Nietzsche- «humana, demasiado humana», que identifica el progreso del Hombre con su supuesto control de los elementos naturales.
No se conocen, a la hora de estas líneas, en toda su extensión las consecuencias de la catástrofe causada por el huracán Katrina en New Orleans. Es algo que sólo el tiempo puede ir desvelando. Lo que sí se conoce es el fallo espantoso de las autoridades del imperio para socorrer a los suyos.
Incompetencia, descoordinación, show-off, todo parece acumularse en una enorme conspiración letal para miles de personas que, al final, se descubren tan impotentes, tan desvalidas como los habitantes del «tercer mundo» hostigados por cantidad de desastres naturales, usualmente bien menos cubiertos, entre nosotros, que el provocado por el «Katrina» en Estados Unidos.
Sin embargo, al leer las noticias que llegan del otro lado del mar se descubre muchísimo más. El viernes, 2 de septiembre, tan sólo cuatro días después de la ocurrencia, (cf. Washington Post, por ejemplo) los norteamericanos hacían las cuentas para descubrir con perplejidad que los órganos de crisis destinados a enfrentar las calamidades naturales habían sido ubicados, después del 11-S, en el Departamento de Seguridad Interna de la administración. Y que una parte substancial de los fondos destinados a atender las catástrofes en la región afectada -como en otras- había sido pura y simplemente redistribuida, en beneficio de la llamada «guerra al terrorismo».
La tragedia desveló así, y de la forma más cruel para muchos de los afectados y por supuesto para bastantes de los demás, la materialidad efectiva, real, criminal, que recubre lo que suele ser percibido como simple trasfondo musical de nuestros tiempos. En otras palabras, millones de estadounidenses, y otros occidentales, descubren ahora cómo, más que un simple refrán, la retórica propagandística del poder respecto a su supuesta batalla antiterrorista tiene precio trágico y virtualmente inimaginable.
Es que sólo los más terroristas de los ataques contra poblaciones civiles, los perpetrados por las fuerzas armadas del mundo occidental por doquier, habían provocado hasta hoy tragedias de dimensiones tan extremas y gigantescas como la que sufren en estos momentos los abandonados habitantes de New Orleans.
Y fue esta dolorosa realidad, brutalmente aumentada por la insuficiencia de medios, grotescamente transferidos para los juegos de guerra, de poder y de engaño, la que vino a plantear a los orgullosos habitantes de la hiperpotencia y sus condados satélite, la dramática soledad que los equipara a los más desprotegidos de todos los malditos infrahumanos del planeta.
Solitariamente a cuentas con los vientos y el agua, los norteamericanos pueden sentir la insospechada similitud, para tantos de ellos, entre la Casa Blanca y los palacios turbios de los vituperados y apoyados dictadores oscuros, de que acostumbraran a escuchar críticas arrogantes siempre y cuando se enteran de las lejanas catástrofes ocurridas en las traseras del mundo.
Abandonadamente a cuentas con los vientos y el agua, los norteamericanos descubren la espantosa y trágica verdad resultante, no apenas de la traición de su gobierno respecto a las poblaciones, pero sí la clarísima dimensión de la guerra civil que opone los poderes a los pueblos en nuestras sociedades.
Una víctima de la calamidad clamaba, en imágenes recibidas desde el centro de la tormenta, que la desgracia no era tema de ricos y de pobres, sino de todos. Aunque como los hombres de Orwell, unos más iguales que otros, efectivamente, delante de la sorprendente catástrofe de estos días, y de la guerra de siempre movida por los poderes contra las gentes, todos sufren. Todos. En el límite esto es lo que se oculta tras las tesis de la guerra antiterrorista. Una guerra antitodos.
Ahora cumple señalar lo trágico que resulta que necesitemos de un Katrina para entenderlo.