Los aeropuertos como duda existencial

Los catalanes no están solos en sus dudas cartesianas sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat. En Portugal, en este aspecto, les ganamos por goleada. Hace décadas que se discute la construcción del nuevo aeropuerto de Lisboa sin llegar a una solución. Ni siquiera el actual primer ministro, António Costa, conocido por su capacidad para pactar, lo ha logrado. Cuando su Gobierno ya había firmado los papeles para avanzar hacia una de las opciones posibles, la de Montijo, con una inversión prevista de más de mil millones de euros, tuvo que retroceder porque la ley portuguesa exige que todos los municipios afectados aprueben el proyecto, y dos de ellos no lo hicieron.

El aeropuerto que existe se inauguró en 1942. Lo construyó el mago de las obras públicas de la primera fase del salazarismo: el ingeniero Duarte Pacheco. Nuestra dictadura empezó dinámica, y después se fue adormilando en su propia arterioesclerosis, hasta que se derrumbó con un ictus fulminante, cuando amaneció la hermosa revolución del 25 de abril de 1974. El ingeniero Pacheco representa una de las leyendas de este arranque futurista del régimen autoritario luso: como ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, sembró el país de milagros de hormigón y construyó edificios que son hitos de la historia del país, como el Estadio Nacional o el Instituto Superior Técnico. Duarte Pacheco vivía deprisa y corriendo y, de hecho, murió un año después de la inauguración del aeropuerto en un accidente de tráfico, cuando viajaba a toda mecha para llegar a tiempo a un Consejo de Ministros.

Hoy en día, el aeropuerto de Lisboa, a pesar de todas sus renovaciones, se ha hecho pequeño. El crecimiento urbano lo ha abrazado y uno diría que los aviones pasan en el aire peinando los altos edificios de la capital. Pero el problema no es ese. La gran cuestión es que el aeropuerto funciona como una aspiradora del turismo que alimenta la economía lusa (19% de la riqueza nacional producida en el 2018) y, para el incremento del número de visitantes que se desea alcanzar hasta el año 2027, hay que agenciarse una nueva aspiradora aeroportuaria. Desde hace décadas se ha generado un baile de posibles ubicaciones en los alrededores de Lisboa: Ota, que ya se ha desechado; Montijo, la solución más barata, y Alcochete, el proyecto más caro, y la verdad es que, en medio de este triángulo de las Bermudas de varias posibilidades, de momento la nueva construcción se ha evaporado.

Más allá de estos datos concretos, el tema de los aeropuertos, en la actualidad europea, refleja cuestiones más profundas sobre modelos de desarrollo y sus implicaciones medioambientales. Estamos ante un problema filosófico –si es que este sintagma aún puede usarse– que se proyecta en el asfalto de las pistas de despegue y aterrizaje de las aeronaves. ¿Cómo queremos vivir? ¿Hacia dónde van nuestras sociedades? Si creemos en el progreso, que es una de las ideas clave heredadas de la Ilustración, esos aeropuertos habrá que construirlos de algún modo, intentando que el daño que hacen a la naturaleza sea el mínimo posible. Pero precisamente, entre todos los sueños mentales generados por el pensamiento ilustrado, el progreso constituye uno de los que más se han erosionado en esta Europa, en este Occidente renqueante. Ya no sabemos si avanzamos de verdad o si, al contrario, nos acercamos cada vez más al abismo. Discutir aeropuertos, sus construcciones o ampliaciones, conlleva plantearse muchos otros temas, y es como si estas estructuras aeronáuticas fueran ese Aleph del cuento de Jorge Luis Borges: un lugar vertiginoso donde muchas realidades se funden y se mezclan.

En el ágora de estos debates terminamos comprendiendo hasta qué punto nuestras sociedades se han desintegrado por dentro, en lo que piensan y sienten. Nos habitan perplejidades, dudas de todo tipo, para las cuales no encontramos una solución compartida. Uno diría que nos faltan los íntimos aeropuertos, el asfalto de unas convicciones comunes que permita el despegue de los grandes proyectos sociales. Ese tiene que ser uno de los trabajos de los próximos años: construir ideas sólidas, que vayan más allá del alboroto de los marcos mentales a través de los cuales se nos manipula. Pensar no para brillar, no para acaparar el espacio público, sino para acertar en la diana del porvenir. Y confiar en el poder inmenso de las ideas lúcidas y honradas, que nos permitirán, de nuevo, echar a volar.

LA VANGUARDIA