Lo que no se hizo en un minuto

La franca aprobación por parte del ‘establishment’ del nuevo gobierno presidido por Pere Aragonés y la complacencia con la carta de Oriol Junqueras anunciando la política que se impondrá a partir de ahora han cristalizado en un clima de opinión que se preparaba hace tiempo y que al consolidarse ha desatado declaraciones en el mismo sentido de gente que hasta ahora callaba o incluso defendía lo contrario. Insisto en que el cambio hace tiempo que se preparaba, que lo iban preparando medios siempre prestos a emitir opiniones de encargo. Y columnistas que están precisamente para hacer este servicio. No hay otra manera de girar el transatlántico del sentimiento popular que el goteo persistente de una opinión que acaba perforando la roca. Si se tiene en cuenta cuántas décadas costó movilizar el país por la independencia, la difícil superación de un autonomismo que parecía eternizarse en la resignación y el sopor, sorprende la rapidez con que se ha vuelto al punto de partida, o casi, si las tesis de Junqueras encuentran eco más allá del unionismo y la opinión mayoritaria vuelve a ser rehén del conde de Godó y los Godós menores que se disputan la hegemonía conservadora. Estamos decididamente en tiempo de reacción.

La regresión no tiene nada de extraordinario y no debería extrañar a nadie. La política se nutre de oportunismo. El norte que orienta las declaraciones de los políticos y determina la toma de posición es el poder. Y el poder, fuego fatuo que alucina y enloquece a sus devotos, actúa desde que se cree saber quién manda o quién mandará en un futuro más o menos inmediato. La percepción, auténtica o falsa, del aura del poder lo desvirtúa y lo trastoca todo. Así ocurren las conversiones repentinas, los tránsitos cínicos que desconciertan a quienes ponen el alma de la política en alguna convicción. Los políticos mismos se lo toman con tranquilidad. Ellos y ellas saben que la convicción es un efecto de la oportunidad y cambiarla forma parte del oficio. Saben bien que la política no consiste en aplicar principios a la realidad sino en adaptarlos a ella. Que la destreza consiste en canjearlos con la elasticidad satirizada por Groucho en la conocida parodia del pragmatismo imperante. Si ayer decía esto y hoy digo lo contrario es porque las circunstancias han cambiado y hay que tirar lastre para flotar y seguir nadando en aguas turbias.

Encarnando el espíritu de la parodia de aquel Marx, el Sánchez de la Moncloa se ha erigido en modelo de político posmoderno. Instalado en la más pura arbitrariedad del signo, todo él es un juego de significantes con el significado permanentemente diferido, un estallido de aire que se disipa justo después de la exhalación. Pero es un modelo que triunfa y tiene imitadores. Ha tomado nota y extraído conclusiones otro Sànchez, el del acento grave, el artífice del gobierno, que parece urdido para reconducir el partido que había liderado Puigdemont hacia la órbita posibilista ocupada por ERC. En otro documento que hace época, Sànchez viene a decir que el Primero de Octubre no existió. O, lo que es igual, que desaparece tendencial, paulatinamente. Para que dentro de unos cuantos años los historiadores puedan dudar del mismo. Pero aún es demasiado pronto para borrar del todo de una la memoria viva de la gente y se procede paso a paso, empezando por alterar el sentido de aquel hito y sustituyéndolo por otro diferente. Aquello no fue un referéndum de autodeterminación. En el parlamento no se habían aprobado unas leyes de desconexión. La gente no arriesgó la propia integridad física defendiendo la ordenación legal que le empoderaba para votar ‘sí’ o ‘no’ a la creación de una república independiente. Ni fue convocada por una llamada clara y explícita del govern a ejercer el derecho de autodeterminación.

Nada de eso. Después de años de manifestaciones multitudinarias, de actuaciones de la ANC antes y después de la presidencia de Sánchez y de meses de jugar al gato y al ratón con la policía y las urnas, la gente se habría conformado a actuar de extra en una comedia urdida por cuatro políticos avispados. Habría aguantado estoicamente las cargas de la policía no por un objetivo de la voluntad colectiva profunda sino para impresionar a Mariano Rajoy y arrancarle algo razonable, por ejemplo detener la operación Cataluña o dejar de «cargarse» la sanidad los catalanes. Sólo un imaginario sobreexcitado podría creer que aquello fue un referéndum en el que el pueblo decidía su futuro. Urge pues volver a la realidad y retomar el propósito de aquella jornada: negociar alguna concesión.

En el nuevo paradigma de la verdad histórica, el estallido de la voluntad popular resistiendo la violencia española fue un error de percepción, como sugiere Sànchez, o un error del que hay que arrepentirse, como predica Junqueras en sintonía con los poderes españoles, o una trampa a la que Junqueras mismo y otros desaprensivos empujaron al «pobre Puigdemont», según denuncia el exconsejero de Empresa y Conocimiento Santi Vila, olfateando, él también, que el viento ha cambiado de dirección y cazando al vuelo la oportunidad de rehacer su reputación a costa del pueblo que sostuvo físicamente la política del govern en que Vila sirvió hasta veinticinco días después del Primero de Octubre.

Eliminados el president Torra y el president Puigdemont, ahora se trata de comprar con la renuncia y la banalización del sufrimiento de miles de personas una mesa de diálogo que al Sánchez del acento agudo le servirá de flotador en el derrumbe de la credibilidad española, pero que él concederá indulgente como una hoja de parra para que el independentismo esconda sus vergüenzas. Este es el trato y no hay otro. Lo deja entender la apelación de Sánchez a los españoles a ser magnánimos con los indultos. Es decir, clementes con unos culpables. Los poderes del Estado nunca reconocerán la iniquidad perpetrada por más que Europa sentencie que las condenas no son homologables con el derecho europeo y que, en este marco de jurisprudencia, España no es ningún estado de derecho.

El poeta Friedrich Schiller escribió: «Lo que uno no hace en un minuto, ninguna eternidad puede recuperarlo». La independencia que no se declaró y defendió el 3 de octubre de 2017, nada de lo que se ha intentado después ha conseguido recuperarla. De la irresolución inicial han venido los fracasos posteriores, hasta llegar a la rendición con que los partidos y los presos compran unos indultos injustos a cambio de llevar el rebaño al redil. La contrapartida, desorbitada en cualquier caso, es estéril en las circunstancias actuales. Desarma al independentismo precisamente cuando las decisiones que llegan de los tribunales europeos anuncian la excarcelación de los presos no como culpables sujetos a la gracia del gobierno y la monarquía sino con todos los honores y garantías por efecto de la revocación de la sentencia. Lo he escrito algunas otras veces, pero conviene repetirlo: en política la elección del momento es decisiva, pero históricamente los catalanes han tenido un sentido muy pobre de la oportunidad y este déficit explica en parte algunos grandes fracasos. Esta maldición se repite ahora. Pero si la eternidad no permite recuperar lo que no se hizo en un minuto, sin embargo es fértil en nuevas tareas y la historia tiene determinantes, pero ella misma no es determinada ni previsible. Llegado el minuto decisivo, importa que no nos encuentre desprevenidos. Porque vendrán minutos y hay allanarles el terreno retirando las piedras con las que ya hemos tropezado una vez.

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