Lo que no hemos aprendido

Se dice que la experiencia es lo que obtienes cuando no consigues lo que quieres. La pregunta, pues, es: ¿el independentismo ha ganado en experiencia al no conseguir lo que se proponía? Mi impresión es que más bien no. Confiado en su razón, en sus razones, le cuesta aprovechar la experiencia que ha obtenido de la imposibilidad de conseguir lo que se proponía, justo cuando pensaba que tenía el horizonte al alcance de la mano. Así, en lugar de adoptar una perspectiva positiva -es decir, de aprender de un fracaso-, la mayor parte de la autocrítica se ha dedicado a hurgar en los supuestos errores -siempre de los otros- y, muy en el estilo de la cultura política del país, a repartir culpas y acentuar las divisiones internas. ¿Y qué debería haber aprendido el independentismo del colapso posterior al referéndum del 1-O? De entre muchas otras cosas, aquí sugeriré tres.

Primera, que la reactividad es una expresión de impotencia, no de fuerza. Es cierto que se ha repetido, con mucha sorna, que aunque el independentismo cometiera grandes errores, España no le fallaría nunca. Y es cierto que la debilidad democrática del Estado español y su vena autoritaria han ayudado a mantener la tensión, a no retroceder. Ahora mismo lo ha vuelto a hacer con la decisión de la Junta Electoral española y los patéticos vaivenes judiciales. Pero una cosa es su contribución a la hora de provocar respuestas reactivas, y otra muy distinta es que el autoritarismo del Estado haga que el independentismo algún día llegue a ganar. Precisamente, el independentismo rompió su viejo techo de cristal cuando dejó de ser reactivo y se volvió propositivo, cuando dejó de hablar de agravios y comenzó a imaginar un futuro de emancipación, fundamentalmente entre 2007 y 2015. Pero se ha quedado atascado cuando, sobre todo debido a la gravísima represión, ha vuelto a la reactividad. En buena parte, por lo que sé, la misma convocatoria del referéndum del 1-O ya fue una decisión precipitada, tomada de manera reactiva.

La segunda cosa que se tenía que haber aprendido desde que se comprobó la imposibilidad de la unidad de las fuerzas independentistas es que la llamada a la unidad no era otra cosa que la expresión de una derrota anunciada. También puede ser que, con un punto de cinismo, alguien pensara que la invitación a la unidad -tan aplaudida en la calle- perjudicaría a quien no la quisiera. Pero Juntos por el Sí ya fue una propuesta que en 2015 quedó corta en los resultados, desde mi punto de vista, debido al carácter agónico del acuerdo entre ERC y la todavía CDC. Que la CUP, además, sería un obstáculo añadido -el arrinconamiento de Artur Mas, la falta de apoyo a los presupuestos…-, acababa de hacer transparente una profunda e insuperable división. Y la experiencia de Juntos por Cataluña ha certificado que no basta con gritar «unidad, unidad» para ganar unas elecciones, y menos cuando vas a ellas desde la discordia interna.

La tercera lección que podríamos haber aprendido es que la necesaria ampliación del apoyo a la independencia no vendrá de la exclusión o el menosprecio de quienes no se sitúen en la mismas coordenadas ideológicas. No discutiré ahora la relevancia de la retórica de una confrontación derecha-izquierda entre partidos que son o quieren ser mayoría y, por tanto, ocupar el centro político. Pero si era una quimera lo del «Cataluña será cristiana o no será» de Torras i Bages, también lo es «la República Catalana será de izquierdas o no será». No me cansaré de repetir que el nuevo techo de cristal del independentismo no se puede romper en el combate ideológico sino en el emocional. El nuevo salto en la ampliación de la base no vendrá ni por la izquierda ni por la derecha, sino por la superación de los tics antiespañolistas y, abandonando la apelación a los agravios que recuerdan viejas monotonías victimistas, por la reafirmación de la dignidad de un proyecto nacional democrático y emancipador. Cuando ya se han dado todas las razones, entonces hay que ganarse los corazones.

ARA