Lo nuevo es muy viejo

Cada vez que alguien pretende crear un país nuevo o un hombre nuevo, no sé si asustarme o sonreír. Desde que Herodoto escribió sus nueve libros de historia hace unos veinticinco siglos hasta hoy la condición humana tiene unas constantes que se repiten atravesando civilizaciones, imperios, revoluciones y los espectaculares progresos que ha experimentado la humanidad. El historiador británico Arnold Toynbee (1889-1975) tiene una amplia obra que estudia el paso cíclico de las civilizaciones que llegan y se van dejando las huellas que imprimieron quienes fueron sus protagonistas intelectuales y políticos.

Otro historiador británico, Paul Kennedy, escribió un magnífico libro sobre el auge y la caída de las grandes potencias, desde el imperio español hasta los Estados Unidos del siglo XX, en el que sitúa los cambios de hegemonías en factores económicos, la fuerza militar y la capacidad del buen gobierno por parte de los dirigentes de cada momento histórico.

Un hilo conductor de cualquier viaje por la historia humana demuestra que pueden cambiar las circunstancias pero las pautas del comportamiento humano son muy viejas, son las de siempre.

El exrector Josep Maria Bricall reacciona con irónico escepticismo cada vez que oye la expresión del independentismo de que “hay que hacer país”, recordando la respuesta de Tarradellas cuando decía que el país ya está hecho y lo que hay que hacer es gobernarlo y gobernarlo bien. Causan una cierta vergüenza las palabras de la consellera Budó al decir que “con la independencia habríamos actuado antes y no tendríamos tantos muertos ni tantos infectados”.

La tendencia del independentismo a gobernar en un país imaginario es cansina. Lo que es exigible es que en las dramáticas circunstancias actuales gobiernen para resolver las cosas que pasan y no sobre las que habrían podido pasar. En la pandemia que todavía nos tiene confinados ni la Generalitat ni el Gobierno de Pedro Sánchez han sido capaces de contar los muertos ni de facilitar el material necesario al personal sanitario. La tan anunciada entrega de mascarillas para todos está todavía en fase de tramitación. Por mucho que Sánchez hable de nueva situación después de la pandemia y de los pactos de reconstrucción nacional que se anuncian, lo que más urge ahora es gestionar el presente con profesionalidad y solvencia. Quizás con unas cuantas ruedas de prensa menos ya pasaríamos.

El país y sus gentes son muy viejos y difícilmente se convertirán en nuevos por mucho que se insista desde un gobierno o desde las ideas que lo inspiran. No hay nada nuevo bajo el sol, decía Cohélet en el Eclesiastés.

Cuando Hitler proyectó crear una Alemania radicalmente nueva ya sabemos por desgracia cómo acabó la novedad. Y cuando Lenin, Trotski y Stalin quisieron fabricar el hombre nuevo, el homo sovieticus, pusieron en marcha un régimen que quiso cambiar el mundo negando las libertades más elementales y causando la muerte a millones de rusos. Al final del itinerario se desintegró el imperio soviético y sus soportes ideológicos cayeron por su propio peso hasta aparecer el viejo hombre ruso tan bien dibujado por Tolstói, Dostoyevski y más recientemente por Vasili Grossman.

No hay duda de que la sacudida del coronavirus constituirá un antes y un después desde muchos puntos de vista. La tecnología nos ha permitido trabajar de otra manera, relacionarnos desde la distancia y vivir en el miedo que produce el desconcierto. Pero quienes administren el futuro lo tendrán que hacer con el rigor, la solvencia, la decencia y la justicia con que se aspira a construir las sociedades a medida humana. El hecho de que la distopía sea un concepto más utilizado que la utopía indica hasta qué punto la sociedad ficticia, virtual o simbólica, se ha apoderado de muchas mentes que han olvidado la realidad de los hechos.

Zygmunt Bauman confesaba al final de sus días que “la modernidad nació bajo el signo de una confianza inédita: podemos conseguirlo y, por lo tanto, lo conseguiremos, es decir, podemos refundar la condición humana y convertirla en algo mejor de lo que ha sido hasta ahora”.

Recuerdo el grito triunfal de Barack Obama en la campaña electoral que lo llevó a la Casa Blanca en el otoño del 2008. Era el “Yes, we can” que resonaba en todos los estados que visité desde California hasta Nueva York durante dos meses. Aquel “sí, podemos”, tan sugestivo y tan humano, tropezó con las dificultades habituales en cualquier presidencia. No olvide, amigo, me dijo un sargento de la policía de Houston durante la campaña, que la Casa Blanca por algo se llama blanca.

Luego ha venido el periodo más desconcertante de la historia contemporánea de Estados Unidos con un presidente Trump que se empeña en ignorar la realidad y gobierna desde el desprecio a cuantos le discuten una hegemonía de la que ya no dispone. Aquel poder blando norteamericano que conquistó el mundo desde 1945 hasta hace muy poco ha dado paso a una “América primero” que también es atacada por un virus que no se detiene en las fronteras.

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