El fuego de Sierra Bermeja, en Málaga, no entró finalmente en el valioso bosque de pinsapos, pero sí acabó con la vida del bombero forestal Carlos Martínez y arrasó 10.000 hectáreas de monte. Un desastre aún por valorar, dada la gran riqueza de aquellos parajes. La emergencia vivida estos días en Málaga ha puesto en el centro de atención los llamados fuegos de sexta generación.
La clasificación de incendios por generaciones se utiliza por los expertos para clasificar los distintos tipos de fuegos y mostrar cómo han evolucionado en el tiempo, observando las particularidades de cada uno de ellos.
Según un informe de la Fundación Pau Costa, que investiga los incendios y las grandes emergencias, la primera generación de incendios llega en los años 50-60 con el éxodo rural a las ciudades. El paisaje, por primera vez, empezó a notar los efectos de la despoblación y fue homogeneizándose, con montes cada vez más impenetrables.
Los incendios de segunda generación fueron comunes durante las décadas de los años 70 y 80 del siglo XX. Con el paso del tiempo, la masa de combustible aumentó debido al abandono rural. Esto generó incendios constantes y mucho más intensos que los anteriores, con una mayor capacidad para arder.
En los años 90 aparecen los grandes incendios con el denominado ambiente de fuego, llamados de tercera generación. Estos son los incendios forestales convencionales, caracterizados por una mayor intensidad con fuego de copas, el que no sólo afecta al suelo sino también a las ramas de los árboles.
Aparece en escena, ya en el siglo XX, un nuevo tipo de incendios que comparten la virulencia y velocidad de expansión de los de tercera generación, pero que además añaden un combustible adicional: las urbanizaciones. Son los de cuarta generación. Anteriormente este tipo de catástrofes sólo solían afectar a masas forestales, por lo que se añade una labor más a las tareas de extinción, la evacuación y protección de las y los ciudadanos.
Se suma todo lo anterior y se dan, además, fuegos simultáneos en zonas urbanas y forestales. Suelen visibilizar aún más sus vínculos con las crisis climáticas, pues acontecen habitualmente durante olas de calor extremo. Son los incendios de quinta generación.
Los incendios más extremos son los de sexta generación, y se trata de fuegos de gran intensidad, rapidez de propagación y potencial destructivo, por lo que quedan fuera de la capacidad de los equipos de extinción, según los expertos. Da igual que haya 10, 100 o 1.000 personas trabajando allí, ya que realmente no se puede ni acercarse. Estas características provienen de su capacidad para modificar las condiciones atmosféricas locales, creando tormentas de fuego que conducen al incendio, generando aceleraciones, rayos, nuevas igniciones y, sobre todo, vientos erráticos que hacen imposible su rumbo.
Estos nuevos incendios generan pérdidas humanas, importantes daños materiales y medioambientales, que alcanzan cifras escalofriantes. Un ejemplo son los grandes incendios ocurridos en Australia en 2019-2020, donde se quemaron 19 millones de hectáreas, destruyendo 6.000 edificios y emitiendo 300 millones de toneladas de CO2 a la atmosfera.
La relación entre incendios forestales y cambio climático ha sido observada y alertada repetidamente por los científicos del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). La última vez, en el informe sobre las bases científicas del calentamiento planetario publicado el 9 de agosto: las olas de calor y las sequías multiplican las condiciones para el fuego.
Este verano de 2021 ha evidenciado, una vez más, el vínculo en un recorrido amplio de este a oeste de la cuenca mediterránea. Desde finales de julio una ola de calor histórica afectó a Grecia, donde cientos de incendios quemaron más de 60.000 hectáreas con focos activos durante dos semanas. Casi simultáneamente, en Turquía, 12 jornadas de fuegos arrasaron unas 120.000 hectáreas. En el sur de Italia, contabilizaron más de 500 incendios hacia la mitad de agosto.
El Ministerio de Transición Ecológica y del Reto Demográfico explica en su análisis de impacto del cambio climático en España que «facilitará la predisposición del combustible a arder», lo que deriva en «un mayor riesgo de ignición a igualdad de negligencias y accidentes provocados por la mano del ser humano». Y concluye que, a pesar de las incertidumbres, «está claro que el peligro de incendios forestales provocados por el clima aumenta con el cambio climático en todo el Mediterráneo».
Muchos estudiosos del fuego forestal, desde las brigadas de bomberos a investigadores del CSIC, afirman que el abandono rural y la proliferación de masas forestales muy compactas de repoblación han convertido a los montes en más vulnerables. También la multiplicación del urbanismo a ras de bosque.
En cualquier caso, es necesaria una ignición que comience el fuego: la chispa. Según los datos del Ministerio de Transición Ecológica, los incendios intencionados son los más numerosos. Fueron más de la mitad de todos los analizados en la década 2006-2015. Un porcentaje casi idéntico al decenio 2001-2010. Las negligencias humanas o los accidentes supusieron un 28%. Es decir, de 131.113 incendios, el 80% fueron por causa humana. Con todo, se trata de delitos difíciles de perseguir: «A pesar del elevado número de incendios de causa conocida, es un dato muy relevante que sólo se logre identificar al causante en un 17% de los casos», admiten desde el Ministerio.
Frente a esta dinámica dominante en el Estado español, Navarra ofrece hoy por hoy una imagen diferente, aunque ello no quiere decir que no haya habido ningún episodio que pudiera asimilarse a los grandes incendios antes mencionados. No obstante, los escenarios climáticos para el presente siglo anticipan una mediterraneización del clima a través de un aumento de las temperaturas y una reducción de las precipitaciones, lo que puede conllevar que dentro de unos años tengamos episodios parecidos a los grandes incendios mediterráneos. Esperemos que no sea así.
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