Cómo la vida pasada alcanza a la presente. Los estadunidenses mataron a Raafat al-Ghosain poco después de las 2 de la mañana del 15 de abril de 1986. En los días que siguieron a su muerte, oficiales de ese país afirmaron que tal vez su casa fue alcanzada por fuego antiaéreo –estemos atentos a escuchar aseveraciones semejantes en las próximas horas–, no lejos de la embajada francesa en los suburbios de Trípoli.
Sin embargo, tres semanas después el Pentágono reconoció que las bombas lanzadas por un avión F-111 como parte de la operación estadunidense contra el coronel Muammar Kadafi, en represalia por un ataque de agentes libios a un centro nocturno de Berlín, habían “impactado en la vecindad de la embajada de Francia” y causado –para usar el acostumbrado e insensible eufemismo– “daño colateral”.
La joven Raafat tenía 18 años y era egresada de una escuela inglesa; vivía en Londres y estaba de vacaciones en Libia. Era una prometedora y bella artista cuya muerte pasó inadvertida en el país que le dio muerte hace un cuarto de siglo. Su madre era libanesa; su padre, un palestino que trabajaba en una empresa petrolera libia. Hoy ha sido olvidada.
Recordamos, como siempre, nuestros propios muertos, pero no los de otros, sean libios, libaneses, afganos o sirios. Los que contamos somos los de ojos azules; los demás son “daño colateral”. La mañana del domingo me acordé de Raafa Ghosain cuando los “aliados” –designación lanzada de inmediato por los merolicos de la televisión– comenzaron sus “preparativos en el terreno” con sus “activos aéreos” contra el coronel Kadafi. En aquel tiempo fue Ronald Reagan; ahora es Barack Obama. Mejor suerte esta vez, supongo.
En el funeral de los civiles muertos en Trípoli hace 25 años, las huestes del coronel Kadafi apresuraban a los periodistas a llegar al frente del cementerio. Íbamos a reportar de primera mano el resultado del ataque asesino estadunidense. Pero cuando vi las banderas libanesas y palestinas sobre los ataúdes –el cedro sobre el blanco y el rojo del país en el que vivía entonces y aún vivo–, corrí por el enorme cementerio y busqué a Saniya, la perturbada y gravemente herida madre de la muchacha muerta. “Somos musulmanes, pero tenemos un solo Dios –me dijo entonces–. Somos una misma gente. Espero que el señor Reagan entienda eso.”
Durante años el padre de Raafa, Bassam, buscó compensación. Atestiguó el sufrimiento de su otra hija, Kinda, y pidió a las autoridades estadunidenses pagar por lo menos sus estudios en Beirut, puesto que ellos habían causado la muerte de su hermana. Raafa estaba dormida en el cuarto de la televisión en su casa, junto a la embajada francesa, cuando fue alcanzada por una bomba de mil kilos que aplastó la casa vecina, cuyos cinco ocupantes perecieron.
Bassam Ghosain relató lo que vio cuando un equipo libio de defensa civil levantó el muro que había sepultado a su hija. “Estaba acostada de espaldas con la cabeza vuelta hacia la derecha; estaba intacta, con el cabello en su lugar, y un hilillo de sangre le manaba de la cabeza y le corría por la mejilla.”
En aquella ocasión la muerte de un soldado estadunidense en un club nocturno de Berlín fue la causa del ataque. Este domingo, por supuesto, fue una resolución de Naciones Unidas para prevenir que el coronel Kadafi mate a civiles como Raafa Ghosain.
En el curso de los años llegué a conocer a los miembros de la familia Ghosain en Beirut. Escribí sobre ellos, salí a comer con ellos y visité su hogar, donde las maravillosas pinturas de la hija cuelgan todavía. Traté a sus padres y también a Kinda, que después se casó.
La señora Ghosain contestó el teléfono. “Espero que esta vez lo atrapen”, dijo. Le pregunté con timidez si se refería al hombre del bigote: Kadafi usa bigote, Obama no. “Sí –respondió–, hablo de Gasefi.” Gasefi es la pronunciación del nombre de Kadafi en árabe libanés.
© The Independent,
Traducción: Jorge Anaya,