Leyes gravitatorias

Permítanme que empiece haciendo algo de arqueología política. Cuando en 2007, en el País Vasco, cuajó un nuevo partido llamado Unión, Progreso y Democracia (UPyD), cualquier observador neutral habría dicho que sus promotores y fundadores eran gente de izquierdas: Carlos Martínez Gorriarán venía del trotskismo, Rosa Díez había sido consejera y era eurodiputada por el PSOE, Fernando Savater se alababa de una juventud libertaria, otros habían sido cuadros activos de Comisiones Obreras, etcétera. El propio partido, una vez constituido, se declaraba “progresista”, y “radical” en su concepción de la democracia.

El año anterior, en Cataluña, se produjo el nacimiento de Ciudadanos. Sus padres –y alguna madre– fundadores lucían pasados ​​marxistas, leninistas y anarcoides, aunque fueran de salón. En cualquier caso, se consideraban a sí mismos como los máximos depositarios del progresismo intelectual ‘cool’, antagónico con la rusticidad atávica del nacionalismo catalán. Por tanto, si debían reconocer como propia a la criatura política que acababan de engendrar, hacía falta que ésta no les hiciera quedar mal.

El partido de Albert Rivera, pues, nació –sobre el papel– vagamente socialdemócrata. Vagamente, porque la base militante de activistas contra la normalización del catalán (cuyo arquetipo era Antonio Robles) sólo se autotitulaban de izquierdas como una manera de tachar a su enemigo, el nacionalismo catalán, de derechoso y reaccionario. Vagamente, también, porque Rivera se mostró pronto a un oportunista sin escrúpulos capaz de formar coalición, de cara a las elecciones europeas de 2009, con el partido paneuropeo de extrema derecha ‘Libertas’.

Antes, pero sobre todo después, de la expansión del partido naranja por España, Ciudadanos ya se presentaba en todas partes como un partido liberal. Era una etiqueta que, para definir un partido, había fracasado siempre desde 1977 en la política española. Pero, sobre todo, era una etiqueta falsa: el fulgurante crecimiento de Ciudadanos, a partir de 2014, por la piel de toro no se hizo descongelando unos pretendidos “liberales” que habrían sido hibernados desde los tiempos de Canalejas, sino atrayendo con el anzuelo del éxito cientos de candidaturas “independientes”, de esas que se proclamaban “ni de derechas ni de izquierdas” –y eso ya sabemos qué quiere decir– y recuperando náufragos de la derecha clásica, como el expresidente balear José Ramón Bauzá, el paladín del “trilingüismo”, que tiene de liberal lo mismo que yo de monje budista tibetano… Últimamente, con el partido en desbandada y los pocos liberales auténticos que figuraban en él (Luis Garicano) desaparecidos, la plataforma ideológica de Ciudadanos se reduce a acudir a Altsasu a gritar «¡Viva la Guardia Civil!».

En fin, y aunque sean la excrecencia más grotesca del españolismo, ya ven dónde han terminado los payasos de Tabarnia. ¡Tan progre, rompedor e iconoclasta (en Cataluña) que era Albert Boadella héroe de la libertad de expresión! ¡Y qué diremos de Juan Carlos Girauta, antiguo militante de la Joven Guardia Roja y, después, del PSC! Pues aquí los tienen, agarrados a los faldones de quien es la máxima y exitosa expresión del ‘trumpismoespañol’, la señora Isabel Díaz Ayuso.

La síntesis en forma de parábola de lo que intento explicar se llama Antonio Cantó García del Moral, alias Toni Cantó. El presunto actor militó primero fugazmente en Ciudadanos (2006-2007), más tiempo y con más provecho en UPyD (2008-2015) –sigla por la que fue diputado en el Congreso en dos legislaturas– y de nuevo en Ciudadanos, que le proporcionó un escaño en ‘Les Corts’ valencianas. En marzo de 2021, una rápida pirueta le situó en la órbita del PP de Pablo Casado y en las listas de esta formación para la Asamblea de Madrid. Pero la pirueta había sido demasiado rápida, y los más altos tribunales dictaminaron que Cantó no reunía los requisitos legales para ser elegible. Como premio de consolación, Díaz Ayuso le nombró director en una ‘Oficina del Español’ de la Comunidad de Madrid creada ‘ad hoc’; un paradigmático ‘chiringuito españolista’, parafraseado a su exlíder, Inés Arrimadas. Lo ha dejado hace una decena de días para aproximarse aún más a Vox.

Pero lo que quisiera subrayar no son aventuras personales ni miserias humanas, sino algo mucho más importante: por mucho que se proclamen de entrada progresistas, o socialdemócratas, o liberales, los individuos y colectivos que abrazan la bandera del españolismo terminan siempre, inexorablemente, ubicados entre el PP y Vox, entre Cayetana Álvarez de Toledo, Isabel Díaz Ayuso y Santiago Abascal.

Es casi una ley física, como la de la gravedad, pero tiene explicación sencilla. A diferencia de otros nacionalismos de estado europeos que han convivido largamente con una cultura política democrática, o a los que la historia ha hecho plurales quieran que no –como el británico–, el nacionalismo español fue destilado durante ciento cincuenta años bajo regímenes oligárquicos y autoritarios que lo han configurado como un nacionalismo iliberal, caracterizado por el unitarismo excluyente y por el supremacismo lingüístico, aquel que se manifestó por las calles de Barcelona anteayer. En estas condiciones, no puede ser de izquierdas ni progresista. Puede fingirlo temporalmente, pero siempre acaba rodando por la pendiente que conduce a la derecha extrema o a la extrema derecha. Desde UPyD y Ciudadanos hasta Vox o el trumpismo-ayusismo.

ARA