Legitimidad moral

En estos momentos, la Iglesia atraviesa por una situación que parece pedir tratamiento psiquiátrico. Su conducta muestra síntomas evidentes de un comportamiento psicótico. Lo suyo roza la esquizofrenia. Y por tal concepto hay que entender, no un desdoblamiento de la personalidad, sino una disociación entre emociones y cognición. En su conducta, existen trastornos de la racionalidad, exaltación de nociones ajenas a lo real, megalomanía episcopal y una conducta paranoide cuyo síntoma principal son ideas delirantes, creencias, si no falsas, sí indemostrables, y firmemente asentadas y resistentes a cualquier tipo de crítica. Más todavía: ofrece ciertos síntomas de padecer manía persecutoria al creerse víctima de una conspiración del PSOE y de las fuerzas de izquierda. Junto a ello, sufre de egocentrismo doctrinal, de un claro comportamiento rígido e inadaptado a los tiempos que corren, y que pueden causarle un daño irreparable a sí misma, y, sobre todo, a los demás.

Un signo sintomático de este malestar lo recuerda constantemente la paroxística presencia de los obispos en la prensa y sus continuos comunicados. Y cuando la Iglesia aparece tanto en los papeles, es que algo no le funciona bien.

Nunca como en esos momentos, en que pretende demostrar que tiene respuesta para todo lo que es «pecado» y para ella toda la posmodernidad lo es, muestra la Iglesia su máxima debilidad institucional. Ella, tal vez considere que su presencia en el corrupto mundo de hoy le exige una continua aparición en los medios que el neocapitalismoliberal pone a su alcance. Seguramente sigue juzgando que la gente anda descarriada si no se deja guiar por sus delirantes sermones públicos. En realidad, no sólo está poniendo al descubierto que se está dirigiendo a una masa social bastante mediocre, espiritualmente hablando Sebastián dixit, sino que, para colmo, se rebaja a discutir cuestiones que, por revelación divina, tendría que tener más claras que la resurrección final de la carne, especialmente si ésta es de primera.

En cierto modo, se entiende su charlatanería metafísica. Pasar de ser el gran Licurgo moral del franquismo y de la transición democrática a convertirse en una voz más entre tanto bufón predicador existente, tiene que ser muy duro.

Pero, sobre todo, tiene que producirle mucho dolor teológico el hecho de que se le cuestiona hasta su legitimidad para sentar doctrina. Peor aún. Tiene que producirle escozores tremendos ver que su legitimidad moral se juzga a la misma altura convincente que la que pueda tener el sindicato del metal de la UGT. O, quizá, ni eso. Porque, al menos, un sindicato suele ser sancionado positiva o negativamente por unas elecciones democráticas.

Por el contrario, la legitimidad moral de la Iglesia en ningún momento ha sido sancionada por la propia sociedad. Ni siquiera por la sociedad anónima de los creyentes, que se limitan a encogerse de vergüenza ante los exabruptos morales de dichos obispos. Pero nunca a cuestionar su autoridad. Y eso es lo que habría que preguntarse de una vez: ¿tiene legitimidad moral la Iglesia para hablar cuando y en donde le apetezca sobre todo lo humano de esta vida? Y caso de tenerla, ¿de dónde le viene concedida dicha legitimación? Con decir que no es de este mundo, con decir que no se rige por las mismas exigencias democráticas que el resto de las instituciones públicas, con asegurar que su legitimidad moral le viene concedida por el Espíritu Santo, ese intérprete maravilloso de la ley natural, ya se cree estar en posesión de ella.

Pero, ciertamente, si esta legitimidad moral de la Iglesia pretende avalarse mediante el conducto de su propia historia, entonces, habrá que convenir en que estamos ante una legitimidad moral muy poco legítima y muy poco moral. Y es que mucho nos tememos que la infalibilidad moral que mostró ante el caso de Giordano Bruno, al que envió a la hoguera, sea la misma infalibilidad en la que se basa actualmente para condenar el matrimonio gay, la malformación homosexual y el suicidio asistido.

La historia ha demostrado una y mil veces que la legitimidad de la Iglesia institucional para marcar pautas de conducta, tendentes a la mejora y cohesión sociales, ha sido un arrogamiento que, de modo rutinario y por inercia de la tradición, la sociedad se ha acostumbrado a soportar sin más. Es injusto y lesivo para los intereses sociales que una institución de esta naturaleza siga percibiéndose como portadora de una legitimidad moral que, desde hace muchos años, si no ha perdido su razón de ser, no es necesaria para el desarrollo de la autonomía individual.

El fundamento de la legitimidad moral de los obispos es una legitimidad que les viene fuera de la misma sociedad. Por tanto, que se siga hablando de esta legitimidad eclesial como algo intangible y necesario, es signo y parte del déficit de autonomía política de la democracia. Que un obispo sostenga que «la democracia resulta insostenible si no está sustentada en unos principios morales iluminados por la revelación divina» (Sebastián dixit), descubre el modelo y fun- damento de la legitimidad moral en que basa todo su discurso: el del dogma y el de la verdad revelada. Ni más ni menos que la que se deriva del integrismo religioso que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones sociales para otros o para todos.

En realidad, la Iglesia jerárquica jamás ha aceptado en serio las democracias modernas, que basan sus acuerdos en leyes y discursos y que nada tienen que ver con revelaciones divinas. Así que ya va siendo hora de que lo aprenda por sí misma o de que el Poder político le dé unas buenas clases particulares sobre el asunto.

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