¿Podemos aprender algo del éxito del trumpismo en Estados Unidos de América que nos ayude a entender y gestionar mejor el futuro político de Cataluña? A pesar de la mucha distancia que nos separa, yo creo que se puede sacar alguna lección, sobre todo vistos los síntomas de creciente malestar y polarización política que también se observan en nuestro país.
Para ello primero hay que destacar algunas características del trumpismo. Ronald Aronson, profesor de humanidades, lo ha resumido en ‘Solid trumpism’ (Boston Review, 25 de junio de 2019). Así, el secreto del trumpismo es que sabe expresar el profundo sentido de aislamiento, malestar y agravio social y cultural, mucho más que económico, de sus bases. Además, su estilo transgresor y políticamente incorrecto no sólo no le apoya, sino que es lo que le da, y produce un efecto sinceridad: “Dice lo que realmente piensa”. Y entre otras razones, el votante blanco de Trump reacciona a la pérdida de estatus social: le mueve el miedo a su progresiva minorización. Y Trump les da voz frente a un país que perciben como cada vez más débil y dominado por los “otros”.
Pues bien: en Cataluña se observan movimientos políticos similares. Primero fue el caso de Cs, que aprovechó el crecimiento del soberanismo para exacerbar una fuerte reacción ante una supuesta amenaza de arrinconamiento de quienes mantienen un sentimiento de pertenencia nacional español. Su máximo logro, lógicamente, fue en las elecciones postreferéndum del 21 de diciembre de 2017. Una reacción emocional, por otra parte, que el independentismo nunca ha sabido entender, prever ni atender.
Ahora, sin embargo, se podría estar produciendo una reacción similar en la banda del soberanismo. La percepción de arrinconamiento de la nación después de la frustración por el 1 de octubre de 2017 es notoria. Existe la evidencia de un proceso acelerado de minorización lingüística; de creciente descrédito del sistema escolar y de salud; de persistencia del agravio fiscal; de ineptitud en relación al futuro de las energías renovables; de incapacidad para forzar las inversiones del Estado especialmente en infraestructuras de movilidad; de elevadas tasas de población en riesgo de pobreza…
La última encuesta del CEO sobre los valores en Cataluña, de forma todavía limitada, pero sutil, muestra algunos síntomas de lo que digo. Entre tanto, la identificación nacional predominante española (considerarse sólo español o más español que catalán), en diez años se ha triplicado: del 11,1% al 33,8% actuales. Entretanto, la predominantemente catalana (sentirse sólo catalán o más catalán que español) se ha reducido en una tercera parte: del 55,5% al 17,7%. La desconfianza en los demás sube al 62,6%. El 60,3% piensa que el hecho de que el trabajo deje de ser importante –un valor de autoidentificación tradicional– es una “cosa buena”. Y aunque un 43,4% están en desacuerdo, un significativo 31% de los catalanes piensan que «con tanta inmigración no se sienten como en casa».
Más allá de las encuestas, y con una expresión política todavía exigua, es notorio que se van manifestando estos sentimientos de reacción a la amenaza y residualización de la nación. En parte, claramente manifestada por la evidencia del retroceso en el uso de la lengua catalana, uno de sus principales elementos de identificación. En parte, por los recelos frente al incremento notorio de población extranjera. En parte, por la debilidad institucional política a la hora de resolver los grandes desafíos del momento. En parte, por las nuevas actitudes desafiantes frente a los requerimientos de reconocimiento y de incorporación a las aspiraciones sociales y culturales propias del país. En resumen, existen todos los ingredientes para un trumpismo a la catalana.
La cuestión es cómo responder a estos movimientos telúricos que, vista la correlación de fuerzas, favorece una creciente desnacionalización de Cataluña similar a la sufrida por los demás territorios de la nación. Algunos aplauden este horizonte de desnacionalización catalana y renacionalización española, y a fe de dios que se afanan en ello. Algunos ponen en marcha una agenda ideológica contra un supuesto racismo y xenofobia, con un discurso buenista de acogida universal que no hace más que exasperar lo que combaten. Y todavía otros, con una visión corta de vista, se enrocan en un “nosotros solos” estéril.
Ante la desnacionalización calculada, la acogida incondicional o el extremismo ensordecido, se echa de menos un relato solvente y convincente que defienda un proyecto de nación constructivo e integrador, inteligente y avanzado. En definitiva, que invite a la esperanza. Ésta es la lección que deberíamos aprender para combatir el trumpismo local.
ARA