Lecciones de hace un siglo (largo)

El azar ha querido que el estreno entre nosotros de la última película de Roman Polanski, «J’accuse» (exhibida aquí bajo el desafortunado título de «El oficial y el espía»), coincide casi día por día con la penosa jornada -penosa para cualquier persona con sensibilidad democrática y algún sentido del equidad- del 3 de enero de 2020. Una fecha que quedará marcada en rojo como la epifanía del golpismo pseudojurídico de la Junta Electoral Central, convertida en el instrumento voluntario de la derecha más extrema y facciosa.

Naturalmente, las diferencias entre el asunto Dreyfus y la crisis catalana son grandes: las que separan la injusticia cometida contra -en principio- un individuo debido a prejuicios raciales y religiosos (el hecho de ser judío) y un pleito de libertad colectiva como el catalán, que concierne a millones de personas. Sin embargo, y sobre todo desde que, hace dos años y medio, las reivindicaciones catalanas fueron judicializadas por el infausto gobierno Rajoy, y desde que un puñado de dirigentes políticos o sociales han sido encarcelados, exiliados, juzgados, condenados, inhabilitados, etcétera, las peripecias del capitán Alfred Dreyfus y las de los líderes independentistas perseguidos presentan más paralelismos de los que puede parecer. Permítanme subrayar algunos.

Una y otra crisis tienen por escenario democracias formales. La Tercera República Francesa era, a finales del XIX, uno de los regímenes más democráticos y respetuosos con las libertades de Europa. Esto no le impidió ni condenar a Dreyfus con pruebas falsas o inexistentes, ni alimentar una virulenta eclosión antisemita. La tan ensalzada democracia española actual ha sido perfectamente compatible con la catalanofobia, con el «¡A por ellos!», con el abuso de derecho y con las sentencias injustas.

En Francia, tras el primer consejo de guerra condenatorio contra el capitán judío (1894) y a pesar de los indicios crecientes sobre su inocencia, el poder judicial (militar y civil) se atrincheró tras la ‘autorité de la chose jugée’, y el Estado profundo (generales, servicios de información, altos funcionarios, fuerzas clericales, derecha política…), espoleado por una potente prensa reaccionaria, utilizó todas las argucias legales o ilegales para fortalecer la tesis de la culpabilidad y descalificar a los ‘dreyfusards’. Cuando la revisión del caso se convirtió en inevitable (proceso de Rennes, 1899), judicatura y poderes fácticos consiguieron una victoria aberrante: que Dreyfus fuera considerado culpable de traición, ¡pero «con circunstancias atenuantes»! Cualquier contorsión, antes de reconocer el error y la injusticia cometidos.

Y bueno, debe ser cosa mía, pero veo bastantes parecidos entre los comportamientos que acabo de resumir y la resistencia del poder judicial español, Fiscalía incluida, a acatar la decisión del TJUE de 19 de diciembre; y con las inauditas actuaciones de la Junta Electoral Central del pasado viernes; y con el funcionamiento de la máquina de guerra jurídico-político-mediática españolista, juramentada para impedir cualquier desescalada del conflicto. Incluso observo un paralelismo sugestivo entre el papel, ante la sala segunda del Supremo, del comandante de la Guardia Civil -ahora, teniente coronel- Daniel Baena, y el del comandante Hubert-Joseph Henry en el caso Dreyfus: los traidores a la patria deben ser castigados y, si no hay pruebas o no son lo suficientemente contundentes, se fabrican, se exageran, se manipulan a conveniencia.

En mi opinión, el asunto Dreyfus ofrece algunas lecciones interesantes a quien las quiera entender, tal vez incluso útiles para el independentismo catalán. Las grandes batallas políticas y morales no se ganan en un día, son batallas de resistencia, de desgaste: entre la detención inicial del capitán y su plena rehabilitación pasaron once años y nueve meses. Durante este largo lapso de tiempo, la dimensión jurídica de su defensa, el papel de los abogados (Edgard Demange, Fernand Labori…) fue tan importante como la de los intelectuales ‘dreyfusards’ (Bernard Lazare, Émile Zola, Anatole France, Charles Péguy y tantos otros), en una relación dinámica y sinérgica. Y los partidarios de Dreyfus, incluida la familia, también conocieron divisiones tácticas: sobre si, en cada uno de los sucesivos juicios, convenía más una defensa técnica o más bien política; sobre si, en septiembre de 1899, había que aceptar o rechazar el indulto presidencial, aunque rechazarlo comportara prolongar el encarcelamiento de Dreyfus…

En último término, sin embargo, lo que posibilitó un desenlace más o menos feliz del asunto fue la política, la evolución progresista de la escena política francesa a caballo del cambio de siglo: la llegada a la presidencia de la República de Émile Loubet en 1899, y sobre todo la victoria electoral de las izquierdas en 1902, con la formación del gobierno de Émile Combes. Este nuevo panorama, en el que brillaban figuras como el socialista Jean Jaurès o Georges Clemenceau, creó las condiciones para que, en julio de 1906, el Tribunal de Casación sentenciara la rehabilitación y reintegración en el ejército de un Alfred Dreyfus que nunca había sido culpable de nada.

De acuerdo: ahora mismo en el seno del socialismo español no se observa ningún Jaurès, ni en el consejo de ministros de Sánchez habrá ningún Clemenceau. Pero la política opera con realidades, no con quimeras, y Esquerra ha hecho bien en entenderlo así.

ARA