Posiblemente no le descubro nada al lector si digo que Lászlo F. Földényi (nacido en Debrecen en 1952) es un intelectual húngaro destacado de nuestro tiempo, que ha escrito ensayos enjundiosos, dignos de ser leídos. En agosto visité la ciudad alemana de Munich. Y no lejos del ayuntamiento viejo y nuevo se halla la St. Jakobsplatz, en la que se alza la sinagoga judía central de Baviera, un gran edificio con aspecto de fortaleza guerrera en medio de una plaza abierta, rodeada en parte por casas de amplios ventanales. En palabras de algunos alemanes un desafío, un “¡Wir sind hier!, un estamos aquí. Y si uno se adentra en su librería se da cuenta del aire que se respira: se sigue sintiendo todavía la bota nazi de la Segunda Guerra Mundial pero en nada se percibe aquella misma bota, que hoy ellos calzan contra los palestinos. Mientras su sinagoga judía se levanta cual fortaleza en una plaza alemana, las calles palestinas de Gaza se hallan destruidas por su metralla al tiempo que encierran tras un muro a sus gentes. ¡Como no recordar de nuevo a Erich Fried y su poesía ¡Höre, Israel!, que es grito de un judío, perseguido por los nazis, a los judíos actuales, asesinos de palestinos, o a Gilad Atzmon en El mito del judío errante!
En estas reflexiones he tropezado con un escrito en alemán, titulado Europa, de László F. Földényi, que me ha parecido tan excelente e iluminador en este campo, que les ofrezco traducido.
Europa
de László F. Földényi
“Si al fin no toma en serio cada uno la supremacía del espíritu frente a los demás ámbitos vitales políticos y económicos, si la resistencia a esa hostilidad mental de toda dictadura no pasa del plano político al intelectual, que es donde se toman realmente la decisiones finales, si en lugar de eso se sigue llevando a cabo el suicidio progresivo de la inteligencia para así impulsar quizá a que lis últimos hombres intelectuales, ya hoy terriblemente aislados, terminen suicidándose y no metafóricamente: entonces la larga catástrofe espiritual y mental de nuestro tiempo –una catástrofe mucho más ignominiosa e incalculable que sus consecuencias políticas y económicas, que se cuida presentarlas tercamente como causas- abocará en un final de fatales consecuencias, nos llevará a un ocaso destructor de toda la cultura europea”
Franz Schoenberger en Die Sammlung, 1935 (Querido, Ámsterdam)
Hasta hoy día en Alemania la opinión pública fija la hora cero en el 8 de mayo de 1945 y en el tiempo que le sigue. En opinión de muchos duró hasta 1949, que es cuando de las zonas de ocupación surgieron la BRD (Bundesrepublik Deutschland, la República Federal Alemana) y la DDR (Deutsche Demokratische Republik, la República Democrática Alemana). La mayoría utilizaban la expresión “hora cero” como el comienzo de una nueva época y la ruptura con el sistema hitleriano –tras numerosos intentos de ruptura por fin pueden iniciar la tarea de construir una Alemania libre, que renuncie a las armas y orientada sobre todo a conseguir la paz-. La “hora cero” es en suma un punto de inflexión en la historia alemana; es quizá el momento de sustituir la tradicional “miseria alemana” (Marx) por la “riqueza”, no tanto en un sentido material cuanto sobre todo en un sentido moral y político. Desde Heinrich Böll hasta la generación del 68, que se consideraba a sí misma de izquierdas (tras 1989 un tanto abstrusamente y con un perfil cada vez más conservador) era usual y normal entender la “hora cero” de esta forma descrita.
Pero, ojo, ante los tópicos hay que ser precavido. Si examinamos el origen de la expresión “hora cero” se ve que quienes la utilizaban obedientemente habían sido educados en su uso no por quienes buscaban la “salvación” histórica del ser alemán, sino por quienes, al contrario, querían quebrarla y despedazarla.
La expresión “hora cero” surgió de boca de los ocupantes, y ellos en modo alguno la usaban de manera confusa y vaga o con un sentido un tanto sentimental. Curiosamente la expresión se acuña ya antes del final de la guerra: el emigrante Albert Schreiner publicó en 1944 en Londres el libro con el título Zero Hour for Germany, que representaba claramente el punto de vista de los nuevos vencedores. El significado prosaico de la “hora cero” es el siguiente: Alemania tiene que iniciar de nuevo su historia, por tanto debe romper con su propia tradición –es decir, de su tradición debe conservar sólo lo que es del gusto de los ocupantes-. El nuevo inicio significa que los vencedores imponen a los alemanes su mentalidad como norma, el sistema político e incluso el gusto de los rusos y de occidente (sobre todo de los americanos). Deben ser educados en la tradición de otra cultura –y esto desde arriba y desde fuera-. Nada extraño que la expresión, que luego la mayoría de alemanes repetían maquinal e ingenuamente, lo emplearan Churchill, Roosewelt y también Stalin abiertamente y sin rodeos en un contexto de descabezamiento de Alemania. El 16 de agosto de 1945 confesó Churchill ante la Cámara Baja inglesa: “Alemania ha caído descabezada en manos de los vencedores”.
Y sin cabeza no se puede querer nada (no sólo ninguna guerra, tampoco la paz ni democracia alguna), no se puede planificar, ni desear la libertad, resulta difícil hasta vivir. Y esto era lo que querían expresar los vencedores con la “hora cero”: cortar el camino supuestamente errado de Alemania –también el ideológico- (aquí todavía hubiera cabido un gran espacio entre el “normal desarrollo democrático” y “la propia vía alemana” para una comprensión adecuada del pasado alemán). Es verdad, los vencidos comenzaron pronto a utilizar la expresión hora cero, lo que, en última instancia, significaba que aceptaban la situación de modo inconsciente. No sólo tomaban nota de la derrota y ocupación (algo que por otra parte no les quedaba más remedio), sino que lo veían normal y aceptable que a un país se le arrebatara toda soberanía (la cabeza). En 1991 el joven director danés Lars van Trier rodó la película Europa, premiada largamente en Cannes; se desarrolla en esta hora cero, entre octubre y Navidades de 1945. Para entender esta película audaz, y que removió muchos tabúes, debemos tener en cuenta el recorrido y dessrrollo de ese “descabezamiento”. El 30 de abril Hitler nombra al gran admirante Dönitz sucesor suyo, poco después Hitler se quita la vida. El 8 de mayo Keitel, su asesor militar de mayor confianza, ratifica en Berlín la capitulación incondicional del ejército, cesan los combates en todos los frentes. Y como la capitulación militar no prevé medida política alguna -el acuerdo hace referencia sólo a la situación militar- el gobierno de Dönitz, cuyo estado legal no cuestionaba la capitulación, intenta ahora la continuidad fundada en el derecho público de la Alemania de la posguerra ahora en paz y con ello salvar la unidad del imperio. En cuyo interés el gobierno ofrece a los ocupantes la ayuda de los ministerios correspondientes y ante los vencedores el conde Johann Ludwig Schwerin de Krosigk, que preside el gabinete, comienza con el descubrimiento e investigación de los crímenes cometidos en los campos de concentración. Los alemanes viven el momento singular de una derrota total. El 13 de mayo es detenido Keitel, más tarde serán llamados al cuartel general los ministros de Tráfico, Correos, Agricultura, Abastecimiento etc y asimismo detenidos. La propaganda soviética comienza a calificar al gobierno como “banda-Dönitz”. El 23 de mayo Truman aboga por la detención de todo alemán (apoyándose entre otros argumentos en su postura antisoviética). El 23 de mayo deja de existir el Reich alemán. El 5 de junio rige en todas las zonas la autoridad suprema de las cuatro fuerzas de ocupación, todas las tareas de gobierno, desde los órganos superiores hasta las unidades de administración inferiores, están en sus manos. Adiós a la soberanía alemana, lo que ocurra en adelante va a depender de la voluntad y de la anuencia de las fuerzas de ocupación. El país ha sido descabezado.
La “hora cero” fue el momento de la libertad. ¿La libertad de qué? De la liberación de los nacionalsocialistas. ¿Y de la libertad para qué? La libertad significaba para los alemanes que podían obedecer libremente a los vencedores –todos, no sólo los culpables, también los millones de inocentes-. No duró mucho en que aflorara la idea de culpabilidad de todo el pueblo; de ella hablaron cada vez más gente, sobre todo el teólogo Kart Barth, pero también Ilja Ehrenburg[i], que dijo que no había cosa más hermosa que el espectáculo de un cadáver alemán. Culpable es todo aquel que no es vencedor (schuldig sei jeder, der nicht Sieger sei), esta lógica errónea certificó el destino de los alemanes. Víctimas de este proceso fueron los 2´4 millones de alemanes, que tras el 8 de mayo de 1945 perdieron su vida: bien por venganza, bien por la ira popular, fuera por evacuación, expulsión, desconsideración, matanza en masa etc (al igual que los 2 millones que murieron en la cautividad rusa), entre otros con el visto bueno de Eisenhower, quien poco después de la guerra había exigido públicamente a los pueblos haced de las armas arados.
Con la “hora cero” se inició una reeducación, la reprensión y vejación sistemática de pueblo –del pueblo, que doce años antes casi la mitad había votado en contra de Hitler-. Buen ejemplo de ello ofrece el plan de influencia sobre la prensa alemana redactado por la Comisión de Control británica en julio de 1945. La idea inicial se solapa todavía con los principios básicos de libertad de la prensa liberal: al lector alemán, que durante años sólo había podido oír la propaganda hitleriana, había que presentarle que las “noticias sólo serían escogidas por el valor de la noticia misma y no basándose en motivos políticos”. Pero de inmediato la propuesta liberal da paso al acento de tono policial: “Si tenemos éxito nos resultará más fácil introducir aquellas noticias que persigan influir, a fin de que el alemán identifique sus intereses con los de Gran Bretaña sin observar que es propaganda” (cita de Gina Thomas, Typisch für die deutsche Jugend, FAZ, 29 nov. 2002). A los ocupantes no les preocupó nada la ocupación, perseguían su propia política y la victoria les justificaba sacar el máximo provecho; esto ocurría con los rusos y con los americanos. Y pronto Alemania se convirtió en zona de conflicto de intereses extraeuropeos. Con vistas a la guerra fría los ocupantes, con la excusa de castigar a un país (pueblo), ensayaron la viabilidad de su política. Una vez certificada y consumada la división de Alemania dejaron de pensar en el castigo a los alemanes y comenzaron a rivalizar. (Y la reunificación no se dio porque los alemanes hicieran penitencia o repararan el daño ocasionado sino porque ello convino a los intereses de ambas superpotencias extraeuropeas). Alemania se convirtió en excusa, en precedente del destino que le aguardaba a toda Europa. El ministro americano John Foster Dulles lo dijo claramente al inicio de los años 50: “En Alemania no desarrollamos política alemana alguna, ni en Europa llevamos a cabo política francesa, en Europa ejercemos política americana”. O pensemos en la monografía de Metternich de Kissinger, que hace un balance de las superpotencias y alude casi exclusivamente a la situación europea tras la guerra. Pensemos también en Andrei Januarjewitsch Wyschinski, que respondió al rey rumano Miguel ante la protesta de éste por la preponderancia rusa invocando el tratado de Yalta. “¿Yalta? ¿Qué es Yalta? Yalta soy yo”.
Alemania en la hora cero. Descabezada y ocupada. Por un lado los rusos, por el otro las fuerzas occidentales, sobre todo los americanos. No les importaba ni Alemania ni Europa, ellos miraban por sus intereses y sus relaciones. Europa sufriendo bajo sus garras, sobre todo la Europa del Este. Quien primero se dio cuenta de todo esto fue Francia, luego Inglaterra y a finales de los 80 Alemania.
Ahora nos encontramos en la hora cero: en un espacio sin aire, sin las experiencias posteriores de democracia (en Occidente) y totalitarismo (en el Este). En este espacio se sitúa en octubre de 1945 a Leopold Kessler, a este joven americano de ascendencia alemana, probablemente judío, como si Karl Rossman hubiera llegado a casa de la América de Kafka. Ha regresado a Europa para colaborar en su reconstrucción. El camino a Europa pasa por Alemania; y el tren, al que sube y en que se da cuenta de qué es Europa, no abandona Alemania durante este viaje casi interminable. La llegada de Kessler al inicio de la película se semeja a la llegada a un mundo utópico; todo le es extraño, todo le resulta incomprensible. Tiene una pesadilla: en lugar de Europa le aguardan visiones kafkianas, que Lars van Trier lo convierte en grotesto, en cómico, en insoportable sirviéndose de la técnica del cine expresionista. Kessler no entiende nada. Nada confirma sus ideas e imaginaciones con las que llega de su nuevo mundo; no se encuentra cómodo, como correspondería a un americano capaz, entra en éxtasis. Sin entender nada se deja llevar como marioneta por los acontecimientos. Vaga por la película como si desde el inicio se hallara en un estado hipnótico. Más tarde todo sigue igual; cuando al final de la película muere, su muerte se asemeja a un sueño, parece más una visión que un verdadero morir ahogado. El mundo en el que ha entrado tras llegar de América se cierne sobre él, siempre tiene prisa, corre, jadea, como si temiera que de pronto todo se derrumbara sobre él.
Un americano llegado a Europa y perdido, extraviado. En Europa se halla en el bando de los vencedores; el tren, donde se convierte en revisor del vagón-cama, está repleto de soldados americanos, paisanos suyos. Pero Kessler no es soldado sino civil, es de los que han llegado tras los soldados y a quienes los soldados han preparado el terreno. En la película los soldados saben perfectamente lo que tienen que hacer; ni siquiera el color de su piel (muchos son negros) les hace flaquear en este caos europeo. Kessler no está armado pero posee una vaga autoconciencia judeo-alemano-americana difícilmente definible. En Alemania él es el vencedor; a pesar de todo en esta película aparece como el único vencido. Ya su correría sugiere que la Alemania destruida y ocupada sigue disponiendo todavía de un don misterioso para hipnotizar al vencedor.
La película desde las primeras imágenes persigue la hipnosis. No sólo Alemania hipnotiza a Kessler sino el director quisiera lograr lo mismo con el espectador. Europa y Alemania en esta película no son objeto de sutilezas políticas, históricas o sociológicas sino son objeto de meditación, y el espectador debe entrar también en un estado de aturdimiento si quiere ver la película con los ojos del director. Y todo se halla al servicio de este éxtasis, de este aturdimiento: la voz hipnotizante del narrador -Max von Sydow-, la imagen de los soldados mudos en las salas de espera, el laboratorio médico, el matraquear de las ruedas, la ruina de la iglesia en la nevada, el beso, el agua, hasta la manera marionetera de portarse los funcionarios prusianos.
Resulta llamativo lo mucho que todo esto perturba al joven americano. Su americanismo no le protege de la alemanidad. Había planeado el regreso a la patria, pero “en casa” le aguarda una cultura en la que se pierde y le embrolla, no entiende absolutamente nada. Y llama sobre manera la atención porque todos los demás ven todo esto como algo normal, prescindiendo de los vigilantes del orden, de los militares americanos, que en contraposición a Kessler ni siquiera intentan sentirse en casa, y de ahí que en esta película actúen como cuerpos extraños. Pero Kessler quisiera insertarse; de ahí que su dilema resulte lamentable y de digno de compasión. No se da cuenta que él, conducido por las mejores intenciones, se hospeda en el bando contrario, con los Werewolf[ii] (hombres lobo). Son los únicos que supuestamente intentan salvar Alemania: con actos de sabotaje, con acciones suicidas, con atentados desesperados. Como salida sólo le queda el suicidio; un gesto muy romántico con el que él sin embargo sigue ayudando a los Werwolf, enciende una bomba cuando el tren se queda en un puente. Kessler ha venido para ayudar en la reconstrucción de Europa, para ser señor sobre el continente. Pero ahora Europa le traga como un remolino. En lugar de señor se ha convertido en víctima. También la cultura, que le devora, se convierte a la fuerza en víctima. El director no oculta que él quisiera encuadrar, meter, fijar a Alemania en el armazón del mito romántico. En su película vemos un país estilizado, en el que caben tanto Caspar David Friedrich (misa en la ruina nevada de una iglesia) como Heinrich von Kleist, Richard Wagner o el Liebestod (la muerte por amor), la conjura del espíritu de Visconti, que rueda una película sobre los alemanes (la escena en la que Kessler y su moza se aman mientras el padre se corta las venas en el baño, me recuerda a Visconti) o Celine (ese viajar de un lugar a otro me recuerda su libro Von einem Schloss zum anderen (de un castillo a otro), en el que él también narra su cautiverio en Alemania, y me recuerda al tren de su novela Reise ans Ende der Nacht (Viaje hasta el final de la noche), que rueda por la noche; la sensación de estar ante un mito alemán reforzarían también los actores de Fassbinder, es decir Barbara Sukowa y Udo Kier, e incluso el canción de Nina Hagen. (Y para que la imagen fuera completa únicamente faltarían Helmut Berger y unas gotas de erótica homosexual).
Esta interpretación del mito alemán no se hubiera podido formar si no se tratara de un país que colocando en todo el listón lo más alto posible terminaba siempre precipitándose en lo más profundo del abismo. Requisito de una cultura, que se nutre del dolor, no fue el sopesar prosaico sino la entrega romántica, que el párroco en la película lo expresa del modo siguiente: Los verdaderamente culpables son los indiferentes e impasibles, y sólo pueden esperar absolución quienes alguna vez en la vida dijeron sí a algo de todo corazón, se comprometieron de verdad. La utilización del atributo “romántico” es intencionada. La idea del párroco en modo alguno es nueva. Sus palabras se encuentran casi literalmente en Heinrich von Kleist, en el panfleto Katechismus der Deutschen, escrito en forma de diálogo y dirigido contra Napoleón. En él se puede leer: “Pregunta: ¿Dime, hijo mío, a dónde va quien muere por amor? ¿Al cielo o al infierno? Respuesta: Al cielo. Pregunta: ¿Y el que odia? Respuesta: Al infierno. Pregunta: ¿Y el que ni odia ni ama a dónde va? Respuesta: Va al séptimo infierno, al último y más profundo”. El panfleto de Kleist es por un lado radicalmente nacionalista y antiliberal, por otro en él se manifiesta una postura anímico-mental característica, de su propio perjuicio (de su atraso social y político) quiere obtener un beneficio. La película de Lars van Trier trata indirectamente también esta doble cara del “romanticismo político” alemán, eso sí al amparo del conocimiento de lo ocurrido posteriormente. Entre las causas de la conflagración mundial se halla también el que el atraso político fue interpretado como ventaja. Esta postura de “todo o nada”, que representa Kleist del mismo modo que el párroco de van Trier, es el arma de los arrinconados. Muestra un mínimo de sensatez política y de tacto, y la falta de un consenso democrático, algo que al este del Rin fue entendido como ventaja espiritual ya desde la Revolución francesa, como riqueza “interior”, y a excepción de los hegelianos de izquierda, de Heine y Marx, fueron pocos los que percibieron como pobreza y miseria. Lars van Trier dibuja esta miseria por decirlo así “de dentro”, se identifica conservando con fina sensibilidad también su posición de marginado. Él muestra algo que los vencedores no querían tomar en consideración por diversas razones comprensibles: por qué alguien debiera interesarse también por la miseria interior del desarrollo alemán si este desarrollo había destruido ahora de nuevo y de modo terrible la vida de todos los pueblos de Europa. Lo que Alemania sobre todo tenía que hacer es purgar; y casi resulta milagroso que no tuvieran que purgar como en la Biblia durante siete generaciones sino sólo durante dos. Con esto esta película habla también del futuro: de aquel proceso de aprendizaje (y penitencia), que duró varias décadas, y que tuvo que sufrir Alemania, que dura hasta 1989 y del que forma parte indispensablemente tanto la democratización de la República Federal como el totalitarismo de la República Democrática. Yo quisiera poner el acento en la palabra “arrepentimiento”, penitencia. De hecho Alemania del Este purgó. Pero también la democratización de la República Federal se puede entender como un arrepentimiento: puesto que en cierto sentido los alemanes de occidente también fueron llevados violentamente a aceptar una mentalidad y una forma de comportamiento político, cuya carencia Europa y el mundo tuvieron que sufrir de un modo tan desgraciado.
El vencedor nunca podrá experimentar el misterio del sufrimiento y de la sumisión por una sencilla razón: ni fue sometido ni tuvo que sufrir sus consecuencias. Y éste es el valor de la empresa de Lars van Trier. Sitúa la acción de su película en la hora cero y destaca de la historia alemana un sólo momento pero muy importante: la experiencia del ser descabezado y humillado. Los elementos hipnóticos y las alusiones al mito romántico de la película sirven para que nosotros en este caso veamos la historia exclusivamente desde la perspectiva de los vencidos, de los que sufren y no nos fijemos en el dolor que estos vencidos ocasionaron antes a los demás. Cuánto más tratándose de vencidos, que no todos se identificaron incondicionalmente con los objetivos del Tercer Reich. Todos sin excepción eran enemigos, pero no todos fueron criminales. Lars van Trier se ocupa de este dilema, que ocupa también a Ernst Jünger, que lo expresó así: “No podemos reivindicar haber participado en una cruzada como los soldados del bando contrario. Evidentemente ellos tampoco sabían el insoluble conflicto, que nos oprimía –por una parte perder una guerra de modo cruel, por otra el estar en manos de una dirección a la que despreciábamos tanto como ellos”. (De unas palabras de agradecimiento con motivo de la concesión del doctor honorífico de la Universidad de Madrid-Alcalá, pronunciadas el 7 de julio de 1995, FAZ 14.7.1995). Cuando se trata del sufrimiento de la Alemania de la posguerra, el mundo desde 1945 sólo sabe agitar y menear los hombros diciendo: Sólo ha recibido lo que se merecía. En realidad no ha purgado por todo lo que ellos (aunque no todos) han hecho. Es cierto que el dolor que padece el culpable, no se distingue –por mucho que el dolor sea merecido- del dolor de la víctima. El dolor y la condena moral se mueven en dos tipos de órbitas. Y esto normalmente se olvida al tratar de Alemania. Auschwitz, Nuremberg y luego la próspera República Federal –y ni palabra sobre el dolor causado por el sufrimiento a veces justificado y otras injustificado, ni palabra sobre los ocupantes, que haciendo alarde de su derecho de vencedor y a menudo olvidando su dignidad claman venganza, no se dice ni palabra sobre que al subrayar la culpa colectiva en la víctima se quiebra algo que el vencedor tenía que proteger- y, finalmente, ni una palabra sobre que la República Federal se volvió rica, se volvió muy rica, pero algo que (por muy complacientemente que se recalque) no hay que verlo como victoria: el precio a pagar por este riqueza fue la infidelidad frente a la tradición y al pasado, el despedazamiento y desmembramiento del país, la renuncia al duelo porque Breslau y Königsberg ya no fueran alemanas (aparte de la cuestión de responsabilidad), esto no compensa ningún triunfo material. (La historia de Hungría de este siglo me ha enseñado a compartir este dolor).
Este tema resulta políticamente muy sensible, se necesita un gran tacto para plantear así la cuestión del “sufrimiento de los alemanes” y para que de inmediato no se convierta en excusa y punto de partida de objetivos políticos muy otros. El debate suscitado con motivo de la publicación del libro Der Brand de Jörg Friedrich, en otoño de 2002, mostró claramente que el análisis del “sufrimiento de los alemanes” todavía hoy sigue siendo el quebrantamiento de un tabú. Y es que este tema ha sido acaparado preferentemente por la derecha, y mientras ella aparentemente discutía el “dolor de los alemanes” en realidad tenía muy presente objetivos revanchistas. Para la izquierda en cambio el tema se convirtió en un tabú porque la derecha planteaba siempre la cuestión del “sufrimiento” con cartas marcadas. Tanto Lars van Trier como Friedrich distinguen claramente entre la cuestión del sufrimiento y la responsabilidad moral (lo mismo hicieron también Hans Erich Nossak, Pert Ledig, Dieter Forte y W. G. Sebald) y lo uno no se sirve de lo otro, ni lo elimina. Aunque es cierto que él no siempre hace un buen uso del lenguaje (las víctimas de los bombardeos son “caídos”, el bombardeo un órgano mongólico de destrucción aérea, las escuadras inglesas de bombardeo “comandos de intervención”). A pesar de todo se da una apreciación básicamente nueva y positiva que no absuelve a los alemanes, pero acentuando sus crímenes ve llegada la hora de escribir también sobre su dolor. Y a ello se ve especialmente justificado porque ya desde hace algunos años los especialistas vienen discutiendo hasta cuando los ataques aéreos de los aliados fueron justificados y a partir de cuando ya no lo fueron. Por ejemplo John Rawls sostiene por justificado el bombardeo de las ciudades alemanas entre el verano e invierno de 1940, los llevado a cabo con posterioridad serían injustificados. [También la investigación “Strategic Bombing Survey”, elaborada tras la guerra, defiende el punto de vista de que los bombardeos, a causa de los cuales murieron 635.000 civiles (¡no olvidemos que también 55.000 ingleses!) no produjeron militarmente el efecto esperado]. El libro de Friedrich descubre hechos, y sólo cuando se conocen los hechos existe la posibilidad de hablar con objetividad sobre la relación entre moral y política.
Lars van Trier coloca bajo su lupa un único momento –y él puede hacerlo con todo derecho puesto que el padecimiento del dolor pertenece a la historia alemana lo mismo que la producción de dolor-. Y esto es lo que tanto perturba a Kesler, que ha regresado a su país de América. Y aun no se da una alusión directa, Kessler no sólo es de ascendencia alemana sino con toda seguridad también judía –su figura muestra un paralelismo enfático con la America de Kart Rossmann en la novela de Kafka. Para mí este es el aspecto más excitante de la película. Un judío, que se forma una idea del dolor alemán, esto sólo nos da una visión cuyo horizonte no acaba en las actuales escaramuzas políticas y de poder europeas. El que este judío se adentre poco a poco en este dolor y que incluso participe (simpatice) es una muestra de una visión apocalíptica, de que el dolor en el mundo no se reduce a estas o aquellas otras razones políticas y morales, es decir que no es algo que se pueda eliminar humanamente sino que nos abre y nos lleva a la deficiencia de la creación.
Kessler se enmaraña cada vez más, se enamora de una muchacha, que pertenece a los Werwolf (a los hombres lobo); es testigo de cómo los americanos vejan a la población (todo alemán desde los 18 años tiene que rellenar en la zona US una encuesta de 131 [!] puntos -¿confeccionada quizá por los prusianos americanos?- y sólo así con la correspondiente justificación obtiene trabajo o alimentos. ¿Hace falta mencionar el daño moral que se causaba a los inocentes con esta manera de proceder?); Kessler ve que los americanos en el tren han construido un campo de concentración normal –sólo para alemanes-, que en la película no difiere en nada de los campos de concentración conocidos; ayuda involuntariamente a un jovenzuelo Werwolf guapísimo a matar a un alcalde judío, que acaba de ser nombrado y disfruta de la confianza de los americanos; y también será testigo de la muerte de Hartmann, el jefe de la Sociedad de trenes. Este hombre, el padre de su chica, probablemente en la guerra no es culpable de nada. Para conservar su puesto importante necesita apoyo. Su americano conocido unta a un joven judío (cuyo papel hace Lars van Trier), y éste acusa falsamente a este señor mayor, a Hartmann, de haberle escondido durante la guerra. Hartmann podría conservar su puesto pero se suicida. Prefiere matarse a identificarse con los vencedores y seguir viviendo.
No es que fuera nacionalsocialista, pero no quería ser ni un vencedor ni tampoco un protegido.
Todo ello lleva a Kessler cada vez más a una desesperación intensa. Su chica –con la que se casa- le explica la verdadera esencia de un Werwolf: de día es un hombre, de noche un lobo. Y probablemente así ve también Kessler a Alemania. Pero hasta que esto les resulte claro él mismo se convierte en un Werwolf. No sólo en porque participa en acciones de los Werwolf sino porque se descompone, se enemista consigo. Un americano victorioso, que se siente como en casa en la ciénaga alemana. Su muerte es apocalíptica: arrastra todo consigo. En el tren están todos los que significan para él Alemania: su mujer, su tío, el jefe Werwolf, los funcionarios prusianos, los soldados americanos negros y el oficial americano, que en tiempos fue oficial alemán. Todos mueren, no hay resurrección. Todo lo más la hay para Kessler. En las últimas imágenes se ve su cadáver en paz bajo el espejo de agua clara, en silencio, y ahora lejos del incomprensible mundo de allí arriba.
¿Por qué se titula Europa esta película que no sólo ocurre en Alemania sino que su visión global resulta de máximo interés para todos los alemanes? Cabe tener en cuenta varias consideraciones. La primera y más cercana: Si un director danés quiere darse una vuelta por Europa Alemania es la primera estación. No sólo la primera sino –al menos según la historia danesa- también la más peligrosa. La segunda posibilidad sería la preocupación del director por la cultura alemana. Y una tercera: La última y decisiva guerra para el destino de Europa partió de Alemania, por tanto hay que buscar allí sobre todo la razón y sólo desde allí se puede salvar el continente.
Quisiera todavía traer a la consideración una cuarta posibilidad. La película habla de la humillación y miseria de los alemanes; pero al titularse Europa quiere decir que se refiere a todos los europeos. Si consideramos a Europa humillada quiere decir que los que humillan a Europa no son europeos. E indirectamente la película habla de eso. Tras la finalización de la guerra los no europeos intentaron apropiarse de Europa para establecer en una parte el espíritu asiático y en otra el espíritu americano. He citado a Dulles; pero me gustaría citar también al historiador inglés Arnold Toynbee, quien en noviembre de 1947, es decir antes de la formación de los dos estados alemanes escribió sobre una posible tercera vía entre el capitalismo y el comunismo. Llega a un resultado caprichoso: Europa debería protegerse del influjo tanto americano como soviético, sin emprender el camino del fascismo. Y prosigue: una Europa autónoma significa una Europa fuerte, y una Europa fuerte –una comunidad europea, que excluya a USA a la Unión Soviética- significa a su vez una Alemania fuerte, que tarde o temprano va a encabezar Europa. (Cita de Carl Schmitt: Glossarium, Aufzeichnungen der Jahre 1947-1951, Duncker & Humblot, Berlín 1991, pag. 127). Por tanto Alemania constituye un estorbo, y porque a Alemania hay que embridarle, algo que sólo los americanos y rusos son capaces, se debería renunciar a una Europa fuerte. Dicho claramente: Para librarnos de Alemania debemos sacrificar Europa a otros continentes.
Todavía en otoño de 1995 comentó Margaret Thatcher la reunificación del siguiente modo: Yo estuve “desde el inicio en contra de la reunificación alemana… reunificar Alemania significaba convertirla en la nación dominante en la Comunidad Europea. Son poderosos y son capaces. Resultaría una Europa alemana… En cualquier caso Alemania es de nuevo muy poderosa. Su carácter nacional dominará. Y además de Alemania tenemos en Europa todavía a Austria, lo que fortalece el carácter alemán. El presidente Mitterrand y yo conocemos esto. Alemania impondrá su fuerza. Aprovechará el hecho de su gran aportación a Europa” (Die Zeit, 8 marzo 1996, pág. 9-10).
Al contemplar la película Europa, rodada en 1991 y que trata de Alemania, es imposible no pensar en lo que pasó en Europa tras el transcurso de la hora cero. A finales de 1945 todavía no se sabía cómo se conformaría el destino del país ocupado por los aliados y todavía unido; todavía no se sabía que en la parte occidental se formaría una democracia y en la parte Este seguiría una dictadura; todavía no se atisbaba que aquí se viviría mucho más fácilmente y más dignamente que en el Este; y naturalmente no se sabía que el occidente tras la caída del malo en oriente en 1989 no sólo se complacería y adoptaría el papel del vencedor ante los ahora de nuevo libres sino que además él también se colocaría la máscara del solamente bueno; tampoco se sabía que el este con la democracia obtenida desde arriba y con lo bueno obtenido moralmente desde arriba difícilmente iba a poder soportar y que terminaría sintiéndose defraudado. Por tanto todo incierto, lo que significa también que la mayoría de los alemanes entonces no pudo percibir (o todavía no) la derrota como liberación. El mismo Jürgen Habermas reconoce en su discurso del 50 aniversario del 8 de mayo de 1945 en la Iglesia de san Pablo de Francfort que no se puede anhelar de los alemanes que retroactivamente vivieran el final de la guerra como liberación porque de ese modo proyectarían “nuestra interpretación sobre un pueblo reprimido por los nazis, sobre la propia juventud o sobre los padres y abuelos”. La película Europa destaca un momento en el que todavía no se puede predecir nada. Lo importante es cuándo surgió. Surgió cuando Europa lentamente se puso en pie; hoy sus fronteras se han movido al compás de las zonas de intereses, en las que tras cuatro décadas muchos comenzaron a ver como algo natural.
En una escena de la película Leopold Kessler pasa corriendo por delante de un reloj supradimensionado. Es la hora de la detonación. En el último momento lo para y luego lo pone de nuevo en movimiento. Explota todo y al momento aparece el final de la película mostrando con letras rojas la palabra “Europa”. Este reloj tiene un significado simbólico. La Segunda Guerra Mundial comienza a finalizar en ese momento. Vivimos todavía en la hora cero pero podemos comenzar ya a medir el tiempo.
Traducido del húngaro por Hans Skirecki y Akos Doma
[i] Nació el 27 de enero de 1891 en Kiew. Escribió panfletos y artículos de periódicos con invitaciones al Ejército Rojo. Su obra más conocida y de fatales consecuencias fue la extendida proclama “¡Töte! (¡matad!).
El 24 de julio de 1942 escribió:
“A partir de ahora la palabra “alemán” es la maldición más espantosa de todas. A partir de ahora la palabra “alemán” vacía el fusil. No hablaremos. No nos enfadaremos. Mataremos. Si tú a lo largo del día no has matado un alemán has perdido el día. Si piensas que tu vecino ha matado a un alemán por ti es que no conoces la amenaza. Si no matas al alemán el alemán te matará a ti. Buscará a tus amigos y los torturará en su maldita Alemania.
[…] Si no has matado a un alemán, mata todavía alguno, para nosotros no hay nada más divertido que los cadáveres alemanes. No cuentes los días. No cuentes los kilómetros. Cuenta sólo una cosa: los alemanes que has matado. ¡Mata al alemán!, te lo pide la abuela. ¡Mata al alemán!, te suplica el hijo. ¡Mata al alemán!, te grita la tierra madre. No hierres el tiro. No le dejes escapar. ¡Mata!
Existen otros muchos cientos de escritos incendiarios de este tipo en los que Ehrenburg “sin rodeos pide la aniquilación de todos los alemanes que se encuentren al alcance del Ejército Rojo” (tomado de la Central Federal de Formación política). Sobre todo en el último año de guerra y en tiempos de posguerra los escritos incendiarios y demagógicos no malograron su efecto, tuvieron gran influencia y éxito en las zonas ocupadas.
En 1948 Ehrenburg fue distinguido con la Orden Stalin, en 1952 recibió el Premio internacional Lenin por la paz. Desde 1950 hasta su muerte Ehrenburg fue además vicepresidente del Consejo Mundial de la Paz.
[ii] “Los Werewolf –u hombres lobo- no fueron en absoluto actores secundarios en el escenario de la historia europea moderna. Aunque en la literatura sobre la Segunda Guerra Mundial se les trata a menudo como comparsas menores del trágico final nazi, instrumentos de un último suspiro que fue ridiculizado, inefectivo e ignorado, en realidad los Werewolf provocaron daños considerables. Su maliciosa combinación de guerrilla y vigilancia sobre aquellos que consideraban colaboradores con el enemigo causaron la muerte de varios miles de personas, ya directamente, ya a través de las represalias Aliadas y soviéticas que provocaron…”. Véase el libro “Los últimos nazis. El movimiento de resistencia alemán 1944-1947 de Perry Biddiscombe, books4pocket, 2008