«¿Cuántas divisiones [militares] tiene el papa?» Esta es la conocida respuesta que Josif Stalin dio el 13 de mayo de 1935 al ministro de Asuntos Exteriores francés, Pierre Laval, cuando pedía al dictador que se mostrara más tolerante con los católicos rusos, buscando el apoyo del Vaticano a los intereses franceses. La salida de Stalin -que los británicos atribuyen a una conversación con Winston Churchill- expresa el habitual desprecio del totalitarismo por todo aquello que no sea el ejercicio de la fuerza bruta. Y, sin embargo, la Unión Soviética ya no existe… y el Vaticano, sí, con más de mil millones de católicos en todo el mundo.
La lección es clara: el poder -el político y cualquier otro- alcanza su máxima eficacia cuando es capaz de hacerse invisible naturalizando sus mecanismos de dominación. Una lección que es muy oportuna para reflexionar sobre el actual debate a propósito de la ocupación del espacio público y la reacción agresiva contra los lazos y señales amarillas por parte del españolismo más alocado, empujado y legitimado por el PP y sobre todo Ciudadanos. Veámoslo.
El espacio público siempre está ocupado por simbología política directa e indirecta. Ocurre, sin embargo, que mientras se trata de una ocupación institucionalizada -el PP y Cs dirían «constitucional»- esta presencia se llega a hacer invisible. Como también lo era la simbología franquista, por cierto, aunque inapreciable para según quien. Lo vemos en los estadios de fútbol, donde no se percibe que las banderas españolas en un mundial politicen el deporte, pero sí que lo provocan las esteladas en una final de copa. O lo demuestra que no se considere politizar el espacio público -«de todo el mundo», como suelen decir- el hacer ondear una bandera española en el balcón de un ayuntamiento, pero sí lo sea poner una pancarta exigiendo la libertad de los presos políticos. O que no sea politizar una conmemoración pública si se presenta el rey, pero sí lo es pitarle.
De modo que el conflicto por la presencia de lazos y señales amarillas no es resultado de la ocupación unilateral de un espacio supuestamente neutral. Bien lo ocupan también los mismos de Cs con sus carpas de propaganda, los autobuses de ‘Hazte Oír’ o todo tipo de movimientos solidarios y reivindicativos. No: la confrontación, la causa la presencia de unos lazos amarillos, aparentemente inocentes, pero que desenmascaran la única ocupación legítima: la autonómica. Para decirlo en los términos del análisis del profesor Albert Noguera de la Universidad de Valencia -«La mayoría social y la implementación de la República: carta abierta a ERC y al PDeCAT», publicado en ‘Jornada’-: el amarillo «problematiza el autonomismo», y con su presencia se apropia de una parte de la realidad política hasta ahora dominada monopolísticamente por el Estado.
Sin embargo, desde mi punto de vista, sería un error acabar focalizando el combate soberanista en esta guerra de símbolos. En primer lugar porque la confrontación de símbolos es fácilmente manipulable por el adversario, sobre todo si acaba consiguiendo lo que busca: violencia. En segundo lugar, porque desvía la atención de aquello por lo que había nacido y produce un agotamiento de fuerzas que habría que guardar para objetivos más eficaces y próximos. Finalmente, porque es un mecanismo reactivo que, paradójicamente, por ser tan explícito, dificulta la eficaz invisibilización de la nueva realidad republicana que se está construyendo y, por tanto, desvela tanta adhesión como rechazo. En resumen: la batalla del amarillo ya está ganada. Ahora hay que dejar sin argumentos la utilización que hace el adversario. Y ya es hora de proponer otro frente de apropiación de la realidad política. En definitiva, ahora se ha de crecer naturalizando los espacios que ya se han conquistado con una no-conciencia nacional republicana, menos explícita y más dada por supuesto. Y por eso, más sólida.
LA REPÚBLICA
https://www.lrp.cat/opinio/article/1451446-les-ocupacions-de-l-espai-public.html